Oldcivilizations's Blog

Antiguas civilizaciones y enigmas

Pompeya y el nacimiento de la arqueología como ciencia


En 1764, la pintora suizo-austriaca Angélica Kauffmann hizo en Roma un dibujo de su maestro Winckelmann. Éste aparece sentado ante un libro abierto y tiene la pluma en la mano. Sus ojos son muy grandes, de color oscuro, y su frente tiene una amplitud muy espiritual. Nariz grande y conjunto de formas casi borbónicas. La boca y la barbilla son de forma suave y redondeada. «En él, la Naturaleza había puesto todo aquello que define y conviene a un hombre», decía Goethe. En agosto de 1764 Winckelmann escribió desde Roma a su amigo Franke, y menciona la excepcional popularidad de la pintora. Estaba entonces Angélica pintando su retrato, de medio cuerpo, del que también hizo un aguafuerte. Refiriéndose a la pintora, dice Winckelmann que hablaba italiano, además de alemán, e igualmente se expresaba con facilidad en francés e inglés. Y como resultado de este último talento era una retratista popular entre los ingleses que visitaban Roma. «Puede considerársela bella», añade Winckelmann, «y cantando puede igualarse a nuestros mejores virtuosos».  Johann Joachim Winckelmann nació en 1717 y era hijo de un zapatero remendón de Stendal, Brandenburg (actual Alemania). Al final del Medievo y a comienzos de la Era Moderna, Brandeburgo fue uno de los siete electorados (Kurfürst) del Sacro Imperio Romano Germánico, y junto con Prusia formaron la base original del Segundo Reich o Imperio alemán del 18 de enero de 1871, el primer Estado nacional unificado alemán. Berlín, futura capital alemana, se encontraba dentro del territorio de Brandeburgo.

Desde 1412 Brandeburgo y posteriormente Brandeburgo-Prusia, fueron dominados por los duques de Hohenzollern, quienes se coronaron en la ciudad de Königsberg, (actualmente Kaliningrado), como reyes de Prusia. El Príncipe Elector Joaquín II »Hector» se convirtió el día 1 de noviembre de 1539 en la iglesia de St. Nicolai de Spandau al Luteranismo. Brandeburgo fue uno de los Estados germanos que se convirtieron al Protestantismo en el auge de la Reforma protestante y continuó siéndolo mientras la dinastía se expandía a través de sus territorios,  al incluírsele el Ducado de Prusia en 1618. Hasta 1773 no existió ninguna iglesia católica en Brandeburgo-Prusia. Después de la devastadora Guerra de los Treinta Años (1618-1648), Brandeburgo disfrutó de una serie de gobernantes eficientes, que le llevaron para esa época a ser una de las grandes potencias de Europa. El primero de esos gobernantes fue Federico Guillermo I, también llamado «el Gran elector», quien trabajó para reconstruir y consolidar la país, y con el Edicto de Potsdam abrió las fronteras para los perseguidos Hugonotes durante el gobierno de Luis XIV de Francia. El Gran Elector fue además quien trasladó la capital de la ciudad de Brandeburgo a Potsdam. Cuando Federico Guillermo murió en 1688, su hijo Federico le sucedió como Federico III en Brandeburgo. Como las tierras que anexionó para Prusia estaban fuera de los límites del Sacro Imperio, Federico asumió (como Federico I) el título de Rey en Prusia el 18 de enero de 1701, con el permiso del Emperador Leopoldo II del Sacro Imperio Romano Germanico.

C. W. Ceram es el pseudónimo de Kurt Wilhelm Marek (Berlín, 20 de enero de 1915 – Hamburgo, 12 de abril de 1972), un periodista y crítico literario alemán, conocido por sus notables obras de divulgación sobre Arqueología, especialmente por su extraordinario libro “Dioses, tumbas y sabios”, que recomiendo leer a toda persona interesada en la historia de la Arqueología. En la Segunda Guerra Mundial fue hecho prisionero en Italia y durante su cautiverio tuvo ocasión de leer libros de Arqueología. Como resultado de sus conocimientos adquiridos publicó en 1949 su libro “Dioses, tumbas y sabios”, obra que le hizo famoso en todo el mundo y en la que me he basado en parte para escribir este artículo. “Dioses, tumbas y sabios” se ha traducido a veintiocho idiomas con cinco millones de ejemplares publicados y a día de hoy siguen imprimiéndose nuevas ediciones. Otras obras conocidas del autor son “El secreto de los Hititas” o “El primer americano”. C.W. Ceram fue redactor jefe del periódico Die Welt y director de publicaciones de la editorial Ernst Rowohlt. En 1947 se trasladó a EE.UU.

 

Aún niño, a Winckelmann le gustaba explorar las «tumbas de gigantes», como los dólmenes de los alrededores, e incitaba a sus compañeros de juego a excavar con él para ver si encontraban urnas antiguas. En 1743 era preceptor en Seehausen. «Con gran fidelidad he hecho de maestro, mandando leer a los chicos de cabeza tiñosa el abecedario cuando durante esta ocupación deseaba con ansiedad llegar a lo bello murmurando frases de Homero». En 1748 se colocó como bibliotecario en casa del conde de Bünau, cerca de Dresde, y luego abandonó sin amargura la Prusia de Federico, a la que consideraba «país despótico», y en el cual nunca pensaba sin temblar: «por lo menos, he sentido la esclavitud más que los otros».  Con este cambio de lugar quedaba determinada la orientación de su vida. Se une a un círculo de artistas destacados y en Dresde halla la colección de antigüedades más importante de la Alemania de entonces, y ante aquello abandona todos sus proyectos, entre los que acariciaba la idea de marcharse a Egipto. Se publicaron sus primeros escritos y hallaron eco en toda Europa. Muy independiente espiritualmente, y religiosamente nada dogmático, se convierte al catolicismo para lograr un puesto de trabajo en Italia. Roma bien vale una misa.  En 1758 es bibliotecario e inspector de las colecciones del cardenal Albani, y cinco años después le nombran Inspector-Jefe de todas las Antigüedades de Roma y sus alrededores, y visita Pompeya y Herculano. En 1768 perece asesinado por un vulgar ladrón.

 

Tres son las obras de Winckelmann que han conducido a la creación de la investigación científica de la Antigüedad.  Sus « Epístolas » sobre los descubrimientos de Herculano, su monumental obra «Historia del Arte en la Antigüedad» y su «Monumenti antichi inediti». Antes de él, las excavaciones cerca de Pompeya y Herculano no seguían ningún método ni plan. Sin embargo, peor que la falta de organización era el misterio que las envolvía, basado en las rigurosas prohibiciones de unos gobernantes egoístas que vedaban a todo extranjero, viajero u hombre de ciencia, conocer su detalle para que no pudieran comunicar al mundo lo que habían visto. Un «ratón de biblioteca» llamado Bayardi fue el único a quien el rey dio permiso para hacer el primer catálogo de los hallazgos, que empezó con un extenso prólogo sin haber visto siquiera el lugar de las excavaciones. Escribía y escribía sin entrar en materia, y en 1752 había compuesto ya cinco tomos con 2.677 páginas. Y como era persona llena de recelos y malicia, consiguió que por una orden del ministro no se publicaran las noticias de otros dos eruditos, los cuales, en vez de perder el tiempo con un extenso prólogo, habían ido inmediatamente al fondo de la cuestión.  Cuando algún investigador podía disponer de alguna de las piezas extraídas para un detenido estudio, como todos los trabajos previos aún no estaban hechos, llegaba a conclusiones tan absurdas como Martorelli, que en una obra en dos tomos de 562 páginas intentó demostrar, basándose en una especie de tintero encontrado, que en la Antigüedad se habían conocido ya los libros cuadrangulares al estilo de los nuestros, y no los clásicos rollos, que tenía ante sus ojos y que, precisamente, eran los papiros de Filodemo.

Filodemo de Gadara (nacido en Gadara, Celesiria, aproximadamente el 110 a. C., y fallecido probablemente en Herculano sobre el 40 o 35 a. C.) era un filósofo epicúreo y el poeta que estudió con Zenón de Sidón, jefe de la escuela de Epicuro, fuera de Atenas. Él era un seguidor de Zenón, pero un pensador innovador en el área de estética. Era amigo de Lucio Calpurnio Pisón Cesonino, y fue implicado en el libertinaje de Piso por Marco Tulio Cicerón, quien, sin embargo, elogia a Filodemo por sus opiniones filosóficas y por la elegante lascivia de sus poemas. Filodemo fue el profesor de Virgilio y una influencia sobre el Ars Poetica de Horacio. La antología Palatina contiene 34 de sus epigramas. Al parecer, había una gran biblioteca en la Villa de los Papiros de Piso, en Herculano, una parte significativa de la cual estaba formada por una biblioteca de textos epicúreos, algunos incluso tenían más de una copia, lo cual sugiere que quizá fuese la propia biblioteca de Filodemo. El contenido de la villa fue totalmente enterrado bajo la erupción del Vesubio en el año 79, y los papiros se carbonizaron. Durante la exploración en el siglo XVIII de la villa entre el 1752 hasta el 1754, fueron recuperados trozos de papiro carbonizado que contienen 36 tratados que se atribuyen a Filodemo. Estos trabajos tratan de la música, la retórica, la ética y defienden el punto de vista epicúreo contra los estoicos y los peripatéticos. Los primeros fragmentos de Filodemo que se encontraron en Herculano se publicaron en 1824. Fue bastante complicado el desenrollar y leer los papiros sobre todo por el miedo a dañar el material. Recientemente, en parte debido a los esfuerzos del Centro Internacional para el Estudio de los papiros de Herculano, los rollos han sido el objeto del trabajo renovado de los estudiantes. El papiro real se encuentro en la Biblioteca Nacional de Nápoles. Se creó el Proyecto Filodemo que es un esfuerzo internacional, apoyado por una subvención de la Dotación Nacional para las Humanidades y por las contribuciones de individuos y universidades participantes, para reconstruir los textos de los trabajos de Filodemo sobre poética, retórica, y música.

En 1757, por fin, se publicó el primer tomo sobre las antigüedades, escrito por Valetta y costeado por el rey Carlos Manuel III con 12.000 ducados. En medio de esta atmósfera de envidia, intrigas y erudición empolvada y empelucada, se halló Winckelmann. Tras dificultades indecibles, y ser considerado como espía, logró al fin permiso para visitar los Museos Reales. Pero le habían prohibido severamente hacer ni siquiera el más insignificante dibujo de las esculturas. Winckelmann, amargado por tal actitud, halló consuelo en un colega. En el convento de los Agustinos, donde le habían admitido, conoció al padre Piaggi, al que sorprendió entregado a un trabajo muy extraño.  Cuando en su tiempo se descubrió la  Villa dei Papiri,  el padre Piaggi quedó entusiasmado ante los ricos hallazgos de viejas anotaciones. Mas cuando quiso examinarlas, al cogerlas con la mano se le deshacían. Aquella ceniza se sostenía milagrosamente, convirtiéndose en polvo al menor contacto.  Se intentaron varias soluciones para salvar los preciados rollos, pero todo fue en vano hasta el día en que se presentó el Padre con una especie de bastidor «como los usados por los peluqueros para la preparación de pelucas». A este mismo procedimiento quería recurrir para enrollar los papiros y conservarlos. Y tuvo éxito. Cuando Winckelmann le visitó en su celda, el Padre ya trabajaba en esta tarea desde hacía varios años. Logró salvar, enrollados, los papiros escritos, pero no consiguió triunfar cerca del rey, ni de Alcubierre, que no apreciaba las dificultades y el valor de aquel trabajo.  Mientras Winckelmann permanecía sentado junto a él, el buen monje, disgustado, lanzaba invectivas contra todo lo que sucedía. Muy cuidadosamente, como si seleccionase leves plumones, iba enrollando en su artefacto, un milímetro tras otro, papiros carbonizados. Y mientras trabajaba se quejaba del rey y de su indiferencia, de la incapacidad de los funcionarios y de la ignorancia de los obreros. Apenas podía presentar a Winckelmann una nueva columna salvada de un tratado de Filodemo sobre la música, la satisfacción de haberlo conseguido le incitaba de nuevo a insultar a aquellos amos impacientes y a sus servidores envidiosos.

 

Winckelmann parecía tanto más susceptible a los discursos del Padre, cuanto que también en lo sucesivo le fue prohibido a él inspeccionar el lugar de las excavaciones, teniendo que limitarse al museo, donde le estaba igualmente vedado el copiar. Sobornó a los guardianes y así le enseñaban cosas sueltas. Pero mientras tanto se habían realizado nuevos e importantísimos hallazgos para el conocimiento de la cultura antigua. Los nuevos hallazgos consistían en representaciones y cuadros, sobre todo de índole erótica. El rey, de ideas mezquinas, y extrañado ante una escultura que representaba un sátiro emparejado con una cabra, hizo mandar todas aquellas obras inmediatamente a Roma y encerrarlas. Así, Winckelmann no pudo contemplar algunas de las mismas.  A pesar de todas esas dificultades, en 1762 publicó su primera epístola «Sobre los descubrimientos de Herculano». Dos años más tarde frecuentaba de nuevo la ciudad y el Museo, y publicaba la segunda epístola. Ambas obras contenían indicaciones de cuanto Winckelmann había oído en la celda del Padre y estaban llenas de acerbas críticas. Cuando en una traducción francesa cayó en manos de la corte napolitana la segunda epístola, provocó indignación contra aquel alemán a quien se había concedido el excepcional permiso de visitar el Museo y que tan mal agradecía aquella merced.  Naturalmente, los ataques de Winckelmann eran justificados y su ira no carecía de motivos; pero la polémica en sí ha perdido importancia. El valor principal de las epístolas residía en que por vez primera se ofrecía al mundo en ellas una descripción clara, objetiva, de las excavaciones efectuadas en la región del Vesubio.  Por la misma época se publicó la obra principal de Winckelmann: su «Historia del Arte en la Antigüedad». En ella había logrado organizar, con una visión ordenadora, el alud creciente de los antiguos monumentos «sin par», como dice orgullosamente, describiendo por primera vez la evolución del arte antiguo. Con las escasas indicaciones que se poseían de los antiguos iba hilvanando un sistema, iba enunciando con mucho ingenio conocimientos básicos, y los transmitía con tal convicción en su lenguaje, que el mundo culto se vio inundado como por una oleada de devoción hacia los ideales antiguos, entusiasmo que determinó el siglo del neoclasicismo.

 

Este libro ejerció una influencia decisiva para la Arqueología y suscitó el deseo de buscar la belleza donde aún pudiera quedar oculta; enseñó el camino, la clave para la comprensión de las antiguas culturas contemplando sus monumentos, y despertó la esperanza de hallar algo distinto de lo sepultado en Pompeya, e igual que esta ciudad, lleno de maravillas y nunca visto.  Los recursos científicos propiamente dichos, Winckelmann se los dio a la joven ciencia arqueológica con su  Monumenti antichi inediti,  publicado en 1767. Aquella expresión suya «sin par» llegó a ser la pauta para la interpretación y explicación de las esculturas. Por otra parte, Winckelmann examinaba todo el ámbito de la mitología griega y sabía extraer conclusiones de las alusiones más insignificantes. Así liberaba el método antiguo de todos los prejuicios filológicos, de la tutela de los antiguos historiadores, a los cuales se había dado una significación canónica.  Muchas afirmaciones de Winckelmann eran erróneas, y muchas de sus conclusiones, prematuras. Su visión de la Antigüedad estaba idealizada. En la Hélade no habían vivido solamente «hombres parecidos a dioses». Y sus conocimientos de las obras del arte griego, a pesar de la gran abundancia de materiales hallados, eran muy limitados. Lo que él había visto generalmente no eran sino copias de la época romana que, desgastadas por la lluvia y bruñidas por la arena, presentaban una blancura inmaculada. Pero el mundo de los antiguos, en medio de un paisaje luminoso, no fue tan austero ni tan blanco. Era «de color», y hoy día, a pesar de nuestros conocimientos tan exactos, no podemos ni imaginarlo. La escultura griega original era policroma. La estatua de mármol de una mujer, de la Acrópolis de Atenas, tenía un colorido encarnado, verde, azul y amarillo. Y con frecuencia las estatuas no solamente tenían labios encarnados, sino también ojos brillantes por las piedras preciosas, y cejas artificiales, cosa que a nosotros nos produciría un efecto muy extraño. El mérito de Winckelmann consiste en haber puesto orden donde había caos, en haber introducido conocimientos donde tan sólo había atisbos y leyendas; y, sobre todo, porque abrió el camino al clasicismo de Goethe y de Schiller, descubriendo el mundo antiguo y preparando a la investigación futura los instrumentos que un día podían servir a los arqueólogos para sacar de las tinieblas de los tiempos otras culturas aún más pretéritas.

 

En 1768, volviendo de un viaje a su patria y de nuevo hacia Italia, conoció en un hotel de Trieste a un italiano, sin sospechar que se las había con un vulgar criminal ya varias veces penado.  Es lícito suponer que Winckelmann, por su temperamento comunicativo, se viese inclinado a buscar la compañía de aquel hombre que había sido cocinero y correveidile, y a entablar con él una amistad que incluso llegaba a manifestarse en que comían juntos en su misma habitación. Winckelmann era uno de los huéspedes famosos del hotel. Su riqueza en el vestir y sus modales, que delataban a un hombre de mundo, añadido a que en alguna ocasión enseñó algunas monedas de oro, recibidas, por cierto, en recuerdo de una audiencia de la emperatriz María Teresa, hicieron que el italiano, cuyo nombre era el poco adecuado de Arcangeli, preparara su crimen.  El 8 de junio de 1768, por la noche, cuando el sabio se disponía a escribir aún algunas notas para la imprenta y, habiéndose ya quitado las prendas exteriores, se hallaba sentado ante su escritorio, penetró el italiano en la estancia, le echó una cuerda al cuello, y en la lucha desarrollada a continuación logró asestarle seis cuchilladas mortales. Aunque quedó gravemente herido, aquel hombre robusto se arrastró escaleras abajo, y lleno de sangre y con el rostro lívido despertó en el camarero y en la camarera un terror tan grande, que pronto fue tarde para asistirle.  Cuando el sabio falleció a las pocas horas, hallóse en su escritorio una hoja de papel con las últimas palabras trazadas por su mano: «se debe…» había escrito. Escritas estas dos palabras, el asesino había arrebatado la pluma de la mano de un gran sabio, cortando la vida del fundador de una nueva ciencia. Mas su obra produjo fruto. En todo el mundo surgieron discípulos suyos. Han pasado dos siglos, y los arqueólogos de Roma, de Atenas y de los grandes Institutos arqueológicos siguen celebrando «el día de Winckelmann» en el aniversario de su nacimiento: el 9 de diciembre.

El poeta alemán Johann Christoph Friedrich Schiller, nos dejó este magnífico poema: «¿Qué milagro sucede? Anhelamos unas fuentes potables, ¡oh tierra!, y ¿qué es lo que nos envía tu regazo? ¿Late también la vida en los profundos abismos? ¿Acaso oculta bajo la lava vive alguna generación nueva? ¿O vuelven quizá las generaciones idas? Griegos, romanos, ¡venid! Mirad: la antigua Pompeya ha surgido de nuevo, de nuevo se edifica la ciudad de Herculano». Y volviendo atrás en el tiempo, vemos que, en el año 1738, María Amalia Cristina, la hija de Augusto III de Sajonia, abandonando la corte de Dresde, se desposó con Carlos de Borbón, rey de las Dos Sicilias. María Amalia de Sajonia (María Amalia Cristina Francisca Xaveria Flora Walburga) (Dresde, 24 de noviembre de 1724 – Madrid, 27 de septiembre de 1760) fue la Reina consorte de Nápoles y Sicilia (1737-1759) y de España (1759-1760), esposa de Carlos III. Fue hija de Federico Augusto II, príncipe-elector de Sajonia y después rey de Polonia y gran duque de Lituania (como Augusto III); y de la archiduquesa María Josefa de Austria, hija de José I, emperador del Sacro Imperio. Con apenas catorce años contrajo matrimonio con Carlos, entonces rey de Nápoles y Sicilia, que era el hijo primogénito de Felipe V y su segunda esposa, Isabel de Farnesio. A pesar de que se trataba de un matrimonio concertado, Amalia y Carlos se mantuvieron muy unidos, y el rey, al enviudar, no volvió a contraer matrimonio. En 1759 falleció el rey Fernando VI de España, hermano de Carlos, sin descendencia, y Amalia acompañó a su esposo a España para ocupar el trono. A la reina María Amalia se le debe la introducción en España de la costumbre navideña del belén o «nacimiento» de origen napolitano. En septiembre de 1760, apenas dos años después de su llegada a España, María Amalia murió a causa de una tuberculosis. Carlos III señaló: «En 22 años de matrimonio, éste es el primer disgusto serio que me da Amalia».

 

Esta reina aficionada al arte, fisgoneaba por los jardines y las amplias estancias de los palacios napolitanos descubriendo estatuas y esculturas, que en parte se habían hallado, por casualidad, antes de la última erupción del Vesubio, y en parte, también, desenterradas en excavaciones debidas a la iniciativa del general D’Elboeuf. Fascinada por la belleza de estos tesoros, María Cristina suplicó con insistencia a su egregio esposo que mandara buscar nuevas piezas. El Vesubio, después de la gran erupción de mayo de 1737, cuando el flanco de la montaña se había abierto y parte de la cima voló al cielo, llevaba año y medio tranquilo bajo el cielo azul de Nápoles. Y el rey escuchó su ruego. Como era lógico, prosiguieron las excavaciones donde D’Elboeuf las había terminado. El rey consultó el caso con el caballeroespañol  Roque Joaquín de Alcubierre, comandante supremo de sus tropas de zapadores, y el español proporcionó obreros, herramientas y pólvora. Las dificultades eran notables, pues había que vencer los quince metros de espesor de aquella pétrea masa formada por las viejas lavas de la erupción. Desde un pozo que D’Elboeuf había abierto, se perforaron galerías y se taladraron agujeros para barrenos. Luego llegó el momento en que la piqueta chocó con metal y su golpe resonó como una campana. Lo primero que se halló fueron tres fragmentos de unos caballos de bronce, de tamaño mayor que el natural.  Sólo entonces se les ocurrió que estas obras debían realizarse con prudencia, cosa que en el fondo hubieran tenido que hacer desde el primer momento. Y se buscó un experto, el marqués don Marcello Venuti, humanista y director de la Biblioteca Real, que vigiló desde entonces los trabajos. Siguieron tres esculturas en mármol, romanos vestidos con toga, columnas pintadas y el cuerpo de otro caballo de bronce. Los reyes se presentaron para la inspección.

 

El marqués se hizo descender por una cuerda a las galerías y él mismo descubrió una escalera, cuya forma le hizo deducir la construcción total del edificio, y el 11 de diciembre de 1873 se confirmó que su hipótesis era acertada. Entonces se halló una inscripción por la cual se podía ver que cierto Rufus había construido por sus propios medios el  Theatrum Herculanense. Así empezó a descubrirse toda una ciudad sepultada. Donde existía un teatro, también debía existir una ciudad. Sin saberlo, D’Elboeuf había penetrado, años antes, en el centro mismo del escenario del teatro. Este escenario estaba repleto de estatuas. Solamente aquí, y en ninguna parte más podían acumularse tantas esculturas, ya que la corriente de lava en su destructor avance había derrumbado la pared trasera del teatro, ricamente adornada de esculturas, así como la pared del escenario, cayendo todo ello al espacio donde fueron halladas, donde ruidosamente se habían amontonado y donde sus cuerpos de piedra hallaron reposo durante diecisiete siglos. La inscripción llevaba el nombre de la ciudad: Herculano. Veinte metros de lava, esa piedra que se torna líquida y que surge del cráter, mezcla de todos los minerales que al enfriarse de nuevo se convertían en vidrio y en nueva piedra, cubrían la ciudad de Herculano. Los  lapilli,  minúsculas piedrecitas volcánicas, lanzados junto con la lava grasienta del volcán, caen en forma de lluvia, quedan depositados en la masa, y pueden levantarse con un ligero instrumento. Pompeya no estaba sepultada tan profundamente bajo estos  lapilli  como Herculano.

Pompeya (Pompeii en latín) fue una ciudad de la Antigua Roma ubicada junto con Herculano y otros lugares más pequeños en la región de Campania, cerca de la moderna ciudad de Nápoles y situados alrededor de la bahía del mismo nombre en la provincia de Nápoles. Fue enterrada por la violenta erupción del Vesubio el 24 de agosto del año 79 d. C. La ciudad moderna de Pompeya contaba con 25.751 habitantes en 2007 y forma parte de la provincia de Nápoles. Los orígenes del poblamiento de Pompeya son discutidos. Los restos más antiguos hallados en la ciudad son del siglo IX a.C., aunque eso no demuestra que ya existiera un asentamiento allí. Comoquiera que fuese, la mayoría de los expertos está de acuerdo en que la ciudad debía existir ya en el Siglo VII a. C. y estar ocupada por los oscos (uno de los pueblos de la Italia central), según se lee en la Geografía de Estrabón (siglo I a.C.). Desde el siglo VIII a.C. habían existido colonias griegas en la región, destacando la importante ciudad de Cumas, al otro lado del golfo de Nápoles. Los etruscos se establecieron en la región alrededor del siglo VII a.C. y durante más de 150 años rivalizaron con los griegos por el control de la zona. Se desconoce, sin embargo, la influencia real de estos pueblos en el origen y desarrollo posterior de la ciudad, ya que los datos arqueológicos no son concluyentes. Se sabe, eso sí, que a finales del siglo V a.C. los samnitas (otro pueblo de lengua osca) invadieron y conquistaron toda la Campania. En este momento histórico hay una disminución drástica de la cantidad de materiales hallados en la ciudad, lo que induce a algunos arqueólogos a pensar que la ciudad pudo estar abandonada temporalmente. Si estuvo abandonada, lo fue brevemente, porque durante el siglo IV a.C. la ciudad, incluida en la «Confederación Samnita», ya estaba tomando su forma actual y, de hecho, servía de puerto a las poblaciones situadas río arriba.

Los nuevos gobernantes impusieron su arquitectura y ampliaron la ciudad. Se cree que durante la dominación samnita, los romanos conquistaron la ciudad durante un corto período, pero esas teorías nunca han podido ser verificadas. Sea como fuere, se sabe que durante la época samnita la ciudad era gobernada por un magistrado (posiblemente también con poderes de administrador de justicia) que recibía el nombre de Medix Tuticus.  Pompeya participó en la guerra que las ciudades de la Campania iniciaron contra Roma, pero en el año 89 a. C. fue asediada por Lucio Cornelio Sila. Aunque las tropas de la Liga Social, comandadas por Lucio Clemento ayudaron en la resistencia a los romanos, en el año 80 a. C. Pompeya se vio obligada a aceptar la rendición tras la conquista de Nola. Después de éste episodio se convirtió en una colonia con el nombre de Colonia Cornelio Veneria Pompeianorum’. Los habitantes recibieron poco después la ciudadanía romana, pero se les privó de una parte de su territorio, donde Sila estableció una colonia militar. La ciudad se transformó en un importante punto de paso de mercancías que llegaban por vía marítima y que eran enviadas hacia Roma o hacia el sur de Italia siguiendo la cercana Vía Apia. Prueba de la tremenda actividad sísmica en la zona de Pompeya es que, en las cercanías de la actual Puerta Marina, se han hallado restos de un embarcadero, si bien algo más abajo en dirección al mar se han encontrado más edificaciones romanas. Así pues, la línea de costa tuvo que cambiar considerablemente en los últimos siglos de la ciudad, aunque no se sabe exactamente dónde estaría el puerto en sus últimos años de historia.

El año 59 se produjeron serios disturbios en el anfiteatro de la ciudad entre los pompeyanos y unos visitantes de Nuceria, que tuvieron como resultado diversos muertos y heridos. El enfrentamiento fue de tal magnitud que llegó a oídos del emperador Nerón, que prohibió las exhibiciones de gladiadores durante 10 años. Alrededor año 62 un terremoto dañó seriamente Pompeya y otras ciudades cercanas. Según Tácito, «fue en gran parte destruida por un terremoto». Durante el período que va entre ese año y la fecha en que se produjo la erupción del Vesubio la ciudad fue reconstruida, aunque se desconoce cuánto tardó la ciudad en recuperarse y, de hecho, se cree que algunos edificios podrían no haberse terminado de restaurar. En todo caso, hay también muestras de edificios rápidamente reconstruidos y redecorados, por lo que los desperfectos de algunos podrían bien deberse a los temblores de tierra que precedieron a la erupción y no al terremoto del año 62. Varios edificios conservan placas en honor a los ricos personajes que utilizaron su propio dinero para repararlos. La fecha tradicional para la erupción que aparece en el relato de Plinio el Joven es el 24 de agosto de 79. Sin embargo, esta fecha puede deberse a un error de transcripción durante la Edad Media, como se extrae de otras versiones de las cartas. Por tanto, algunos expertos opinan que en realidad tuvo lugar en otoño o invierno, dada la gran cantidad de frutos otoñales hallados entre las ruinas y el hallazgo de una moneda cuya fecha de acuñación más temprana no debió ser anterior a septiembre de 79. De hecho, algunas excavaciones sugieren que ya había acabado la vendimia. Los bien conservados frescos de Pompeya son una muestra excelente de la cultura de la ciudad.

Las primeras noticias confirmadas sobre la vida pública de Pompeya datan del siglo II a.C., cuando el aumento de la documentación escrita conservada permite saber que la ciudad estaba gobernada por un magistrado elegido anualmente y un consejo compuesto por exmagistrados. Esta forma de gobierno cambió a raíz de la participación de la ciudad, entre el 91 y el 89 a.C., en la llamada guerra social, realizada contra los romanos por sus socii (los aliados) con tal de obtener la ciudadanía romana. Tras la conquista de la ciudad por parte de las tropas romanas, parece que Pompeya se convirtió en municipium. En la práctica esto significaba que los habitantes de la ciudad, como los de todos los municipios, asumieron la ciudadanía romana en lo tocante a sus obligaciones ciudadanas (fiscales, militares, etc.) pero no en cuanto a los derechos de los ciudadanos. En esencia, los habitantes del municipio perdieron su libertad política. Lo que Roma les dio fue una autonomía administrativa local, en este caso a cargo de un consejo de cuatro magistrados (quattuoviri), al lado del que había un cuestor (quaestor). Igual que a todos los municipios, a Pompeya se le dio la oportunidad de ejercer su propia jurisdicción. En el 80 a.C. se produce un cambio importante cuando Lucio Cornelio Sila funda en Pompeya la Colonia Cornelia Veneria Pompeiorum, que conllevó una importante pérdida del equilibrio local, que, sin embargo, se solucionó en dos o tres décadas. La cámara municipal de los quattuoviri se sustituyó por otra de sólo dos duoviri que convocaban y presidían las asambleas (que elegían los magistrados) y el consejo ciudadano (ordo decurionum), compuesto por cien de los magistrados anteriores. El duumvir más importante, llamado duumnvir iuri dicundo, era el responsable de la administración de justicia. El otro, llamado duumvir viis aedibus sacris publicis procurandis, cuidaba de las calles, los edificios públicos y religiosos, los mercados y el orden público.

Herculano, actualmente Ercolano, era una antigua ciudad romana de la región de Campania, hoy en ruinas, que en su día fue más pequeña y más rica que Pompeya. Hoy es conocida por haberse conservado, junto con Pompeya, debido al hecho de haber sido enterrada en las cenizas de la erupción del Vesubio el 24 de agosto del año 79. Muchos de sus habitantes perecieron debido al flujo piroclástico de la erupción, y la ceniza modeló sus cuerpos con la postura que éstos tenían en el momento de morir. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, junto a Pompeya y otros yacimientos arqueológicos de la zona en 1997. Las excavaciones comenzaron en la actual Ercolano, un suburbio de Nápoles, en 1738. La elaborada publicación de Le Antichitá di ErcolanoLas antigüedades de Herculano«) bajo el patrocinio del rey de las Dos Sicilias tuvo un efecto desmesurado en el incipiente neoclasicismo europeo teniendo en cuenta lo limitado de la circulación de esta obra. A finales del siglo XVIII comenzaron a aparecer motivos de Herculano en una gran diversidad de objetos, desde pinturas murales y mesas de tres patas hasta quemadores de perfume y tazas de té. El primer descubrimiento importante de esqueletos romanos del siglo I tuvo lugar en Herculano. Dado que los romanos generalmente practicaban la cremación hasta el siglo III, resulta difícil encontrar huesos anteriores a esa fecha. Las excavaciones realizadas en la década de 1990 en el área del puerto de Herculano sacaron a la luz más de 200 esqueletos de diversas edades, sexos y condición social. La más famosa de las lujosas villas herculanas es la Villa de los Papiros identificada como el fastuoso retiro con vistas al mar de Lucio Calpurnio Piso Caesomnio, suegro de Julio César.

Como sucede tantas veces en la Historia, lo mismo que en la vida de las personas, lo difícil es dar el primer paso. Y muchas veces se pierde la perspectiva creyendo que el camino más largo es el más corto. Después que D’Elboeuf empezara a cavar, pasaron treinta y cinco años hasta que se llegó a descubrir Pompeya. El caballero Alcubierre, aún encargado de las excavaciones, se mostraba impaciente y estaba descontento de sus hallazgos. Bien es verdad que Carlos de Borbón había podido instalar un museo que no tenía igual en el mundo. Sin embargo, el rey y su ingeniero se pusieron de acuerdo en cambiar el teatro de excavaciones y no avanzar a ciegas, sino empezando por el lugar donde los sabios señalaban que debía hallarse Pompeya, la ciudad que, según las fuentes antiguas, quedó sepultada el mismo día que la ciudad de Herculano.  Lo que entonces sucedió parece ese juego que los niños hacen de «frío y caliente», y que cuando el compañero de juego no es sincero, en vez de gritar «caliente» cuando la mano se acerca al objeto buscado, dice «frío». Y en este caso fueron los espíritus de la venganza, de la codicia y de la impaciencia los que desempeñaron este papel de elemento engañoso. Las excavaciones empezaron el primero de abril de 1748; el día 6 se descubría la primera gran pintura mural maravillosa, y el 19 se encontraba el primer resto humano. En el suelo yacía un esqueleto; de sus manos, que aún parecían querer asir alguna cosa, y se habían desprendido, rodando, monedas de oro y de plata. Pero en vez de seguir excavando sistemáticamente y de explotar lo ya descubierto para llegar a conclusiones que ahorrasen tiempo, sin sospechar que se había llegado al centro mismo de Pompeya, se volvieron a cubrir otra vez con tierra los hoyos y comenzó la búsqueda en otro lugar.

 

¿Podía ser de otro modo? El móvil de los regios esposos estaba únicamente guiado por su entusiasmo de aficionados, y hemos de confesar que la cultura del rey no era muy amplia, mientras que el de Alcubierre era resolver un simple problema técnico. Winckelmann, más tarde, decía, lleno de rabia, que Alcubierre tenía tanta relación con las antigüedades «como la luna con los cangrejos», y en todos los demás que participaban en aquel asunto no había más ambición que la oculta idea de dar acaso un golpe afortunado, tropezando con su piqueta alguna vasija llena de monedas de oro y plata. Digamos, de paso, que de los veinticuatro hombres que trabajaban, doce eran presidiarios y los otros estaban muy mal pagados. Se descubrió la sala de espectáculos del anfiteatro. Y al no hallar más estatuas, ni oro, ni joyas, se empezó a cavar en otro lugar. La constancia hubiera conducido a la meta. En las proximidades de la puerta de Herculano encontraron una  villa,  de la cual se pretendió, sin fundamento, que era la casa de Cicerón. Tales pretensiones, desprovistas de toda base, aún jugarán frecuentemente su papel en la historia de la Arqueología, e incluso a veces un papel provechoso. Las paredes de esta  villa  se hallaban decoradas con frescos maravillosos, que fueron cuidadosamente recortados y copiados, después de lo cual se volvió a sepultar de nuevo. Pasaron incluso unos cuatro años en que no se hizo caso alguno de la región circundante de Civitá, la antigua Pompeya, volviendo la atención a excavaciones más provechosas, otra vez cerca de Herculano, donde se encontró uno de los tesoros antiguos más interesantes de aquella época: la  villa  con la biblioteca utilizada por el filósofo Filodemo, hoy día llamada  Villa dei Papiri.

 

En 1754, por fin, y en la parte sur de Pompeya, se hallaron de nuevo los restos de algunas tumbas y murallas antiguas. Y desde aquel día hasta hoy, con escasas interrupciones, se han continuado las excavaciones en ambas ciudades. Y así surgió un milagro tras otro. Sólo conociendo la índole de la catástrofe que afectó a estas ciudades podemos comprender la influencia que ejerció su descubrimiento sobre el siglo del neoclasicismo. A mediados de agosto del año 79 d.C. se manifestaron los primeros indicios de una erupción del Vesubio, como ya había sucedido frecuentemente. En las primeras horas de la mañana del día 24, sin embargo, se vio claramente que se avecinaba una catástrofe jamás vivida.  Con  un trueno terrible se desgarró la cima del monte. Una columna de humo, abriéndose como la copa de un gigantesco pino, se desplegó en la bóveda del cielo y, entre el fragor de truenos y relámpagos, cayó una lluvia de piedras y ceniza que oscureció la luz del sol. Los pájaros caían muertos del aire, las personas se refugiaban dando gritos, los animales se escondían. Las calles se veían inundadas por torrentes de agua, y no se sabía si tales cataratas caían del cielo o brotaban de la tierra.  Aquellas ciudades de reposo estival quedaron sepultadas en las primeras horas de actividad de un esplendoroso día de sol. De dos maneras les amenazaba el trágico final. Un alud de fango, mezcla de ceniza con lluvia y lava, caía sobre Herculano, inundaba sus calles y callejas, aumentaba, cubría los tejados, entraba por puertas y ventanas y anegaba la ciudad toda, como el agua empapa una esponja, envolviéndola con todo lo que en ella no se había puesto a salvo en huida rapidísima, casi milagrosa.

 

No sucedió así en Pompeya. Allí no cayó ese turbión de fango contra el cual no quedaba más salvación que la huida, sino que empezó el fenómeno con una fina lluvia de ceniza que uno podía sacudirse de encima, luego cayeron los  lapilli,  como si fuese pedrisco, y después cayeron trozos de piedra pómez de muchos kilogramos de peso. Lenta y fatalmente se manifestó la temible envergadura del peligro. Pero entonces era ya demasiado tarde. Pronto quedó la ciudad envuelta en vapores de azufre que penetraban por las rendijas y hendiduras y se filtraban por las telas que las personas, al respirar cada vez con más dificultad, se ponían para cubrirse el rostro. Y corriendo, huían al exterior para lograr así la libertad de respirar el aire; pero las piedras les daban con tanta frecuencia en la cabeza, que retrocedían, aterrorizados. Apenas se habían refugiado de nuevo en sus casas, se derrumbaban los techos, dejándolos sepultados. Algunos, durante breve tiempo, conservaron la vida. Bajo los pilares de las escalinatas y las arcadas se quedaban acurrucados durante unos angustiosos minutos. Luego, volvían los vapores de azufre que los asfixiaban. Al cabo de cuarenta y ocho horas el sol salió de nuevo. Pero ya Pompeya y Herculano habían dejado de existir. En un radio de dieciocho kilómetros, el paisaje quedó asolado, y los campos, antes fértiles, totalmente arrasados. Las partículas de ceniza se habían extendido hasta el norte de África, Siria y Egipto. Del Vesubio sólo ascendía una débil columna de humo y de nuevo el cielo se tornaba azul. Meditemos qué acontecimiento tan terrorífico fue éste para toda la ciencia que se ocupa de los tiempos pasados. Pasaron casi mil setecientos años. Otros hombres de distinta cultura, de costumbres diferentes y sin embargo unidos a los entonces sepultados por esos lazos de sangre que unen a toda la Humanidad, penetraron con la piqueta en la tierra y sacaron a la luz del día lo que allí quedó reposando tantos años. Este hecho es sólo comparable con el misterio de una resurrección de los muertos.

 

Obcecado por su pasión científica, es posible que el investigador, al margen de todo sentimiento piadoso, se sienta feliz ante esa clase de catástrofes. «Es difícil que pueda haber algo más interesante...», decía Goethe sobre Pompeya. Y, en efecto, difícilmente puede uno imaginarse una posibilidad más oportuna que tal lluvia de ceniza para conservar una ciudad con todo la actividad de su vida cotidiana para la posteridad investigadora. Allí no pereció una ciudad antigua que se extinguiera lentamente. Allí, unas ciudades vivas se vieron de repente tocadas por la varita mágica, y las leyes del tiempo, del crecimiento y de la muerte perdieron toda vigencia sobre ellas. Hasta el año de la primera excavación no se sabía más que el simple hecho: dos ciudades habían quedado sepultadas. Pero ahora, poco a poco, se iba conociendo el dramático proceso, y las noticias de los autores antiguos se animaban. Se conoció lo terrible de la catástrofe, la vertiginosa rapidez con que de modo tan brusco se interrumpió el curso del día en su evolución normal, y así, ni el lechón ni el pan pudieron ser sacados del horno.¿Qué historia nos revelan los restos de dos huesos que aún conservan las cadenas de la esclavitud, mientras que a su alrededor ya se había producido el derrumbamiento? ¿Cuánta tortura oculta la muerte del perro hallado bajo el techo de una habitación, igualmente atado con una cadena? El perro subió sobre los montones de  lapilli  que penetraban por las ventanas y las puertas hasta que el techo obligó al animal a detenerse, hasta que ladró por última vez, asfixiándose. Historias de familia, dramas entre la angustia y la muerte nos revelaba la piqueta en su labor. El último capítulo de Edward George Earl BulwerLyttonen su famosa novela «Los últimos días de Pompeya», escrita durante el siglo XIX, no tiene el carácter de lo improbable. Veíanse madres abrazando a sus hijos, con el último trozo de velo que los protegía, y así hasta que todos se ahogaban. Fueron descubiertos hombres y mujeres que habían reunido sus tesoros, que habían llegado ante la puerta y habían caído derribados por la lluvia de los  lapilli,  y así permanecían asiendo aún con sus últimas fuerzas las joyas, el dinero.  Cave canem  —cuidado con el perro—, reza la clásica inscripción de un mosaico ante la puerta de la casa donde Bulwer hace residir a su Glauco. Ante este umbral dos jóvenes que retrasaron la huida para recoger sus riquezas, se vieron sorprendidos y se les hizo demasiado tarde.

 

Ante la puerta de Hércules son hallados un cuerpo junto al otro, acurrucados, aún cargados con los objetos domésticos, que se les habían hecho demasiado pesados. En una habitación sepultada se hallaban los esqueletos de una mujer y un perro. Un estudio más detenido revela un suceso terrible. Mientras que el esqueleto del perro conservaba su forma íntegra, los huesos de la mujer aparecían esparcidos por todos los rincones de la habitación. ¿Cómo se habían esparcido? ¿Habían sido arrastrados? Sí, arrastrados, sin duda, por el perro, que, en el momento más crítico del hambre sintió renacer su naturaleza lupina y acaso así lograra ganar un día a la muerte devorando a su dueña. No muy lejos de allí, se habían interrumpido unos funerales. Los participantes en el banquete fúnebre se habían echado en los sofás según la costumbre; pues bien, así se les hallaba ahora, después de mil setecientos años. Habían presenciado su propio entierro. En otro lugar aparecían siete niños que, jugando despreocupadamente, fueron sorprendidos en una habitación por la muerte. Más allá, treinta y cuatro personas, y una cabra entre ellas, que seguramente anunció con el sonido de su cencerro la fatal noticia, mientras intentaba guarecerse en una casa. A quien había retrasado la huida no le valían ya ni el valor, ni la preocupación, ni la fuerza. Hallóse a un hombre de proporciones verdaderamente hercúleas, mas a pesar de ello no había podido proteger a la madre con su hija de catorce años que corrían delante de él. Juntos habían caído. Es verdad que con sus últimas fuerzas había intentado otra vez levantarse. Entonces los vapores le habían aturdido y, lentamente, se había desplomado, y deslizándose de espaldas había quedado extendido. Las cenizas le cubrieron moldeando su forma. Los investigadores vertieron yeso sobre esta forma y así lograron reproducir los contornos de aquel hombre, la escultura auténtica de un pompeyano muerto.

 

¿Qué golpes no daría aquel hombre de la casa sepultada cuando, abandonado, se dio cuenta de que tenía cerradas todas las puertas y salidas? Tomó un pico y empezó a derribar la pared. Cuando se dio cuenta de que tampoco detrás de aquella pared había salida al exterior, abrió brecha en otra pared, hasta que por último vio que la habitación contigua estaba ya llena de lava y escombros. Tal como habían sido habitadas y animadas en vida, así quedaron las casas, el templo de Isis y el Anfiteatro. En las habitaciones donde se solía escribir, había tablillas de cera; en la biblioteca, rollos de papiro; en los talleres, herramientas; en los baños, cepillos. En las mesas de las fondas quedaban aún los restos del servicio y el dinero del huésped recién ido; en los muros de las fosas aparecían versos escritos por amantes lánguidos o desesperados; en las paredes de las villas, pinturas que, como escribió Venuti, «eran más hermosas que las obras de Rafael».  Toda esta riqueza de descubrimientos fue hallada por el hombre culto del siglo  XVIII , nacido después del Renacimiento, hijo de su época y lleno de interés por todas las bellezas de la Antigüedad, que ya sospechaba el poder reciente de las ciencias exactas y que comenzaba a dedicarse al estudio de los hechos y no gustaba de permanecer en una actitud de pasivo esteticismo. Mas, para unir estas dos ideas, hacía falta un hombre en quien se juntara el amor por el arte de los antiguos con los métodos de la investigación científica y crítica que requería la tendencia moderna. Cuando empezaban a dejarse sentir los primeros golpes de pico en las excavaciones de Pompeya, este hombre, que vio en dicha tarea la obra esencial de su vida, vivía plácidamente como bibliotecario en un lugar próximo a Dresde. Tenía treinta años cumplidos y aún no había hecho nada importante. Pero veintiún años más tarde, cuando se supo la noticia de su muerte, Gotthold Ephraim Lessing habría de decir: «Este hombre es el segundo escritor a quien con gusto yo hubiera regalado algunos años de mi propia vida».

 

Si hoy abrimos cualquier obra sobre la Historia del Arte que nos presente reproducciones de la Antigüedad, quedaremos sorprendidos a poco que reflexionemos. Los autores de dichos volúmenes parece que no han tenido dificultad alguna para redactar el texto que aparece bajo tales reproducciones, con datos de la mayor exactitud e indicaciones precisas sobre tales obras. Tal cabeza, que halló cavando un campesino de la Campania, es la de Augusto; esta estatua ecuestre representa a Marco Aurelio; éste es el banquero Lucio Cecilio Jucundo; y más exactamente aún: éste es el Apolo Sauróctono de Praxiteles; aquélla, la amazona de Polícleto, o Zeus raptando una joven dormida, en la decoración de un vaso de Duris, sin firma.  ¿Quién de nosotros se devana hoy los sesos sobre cómo ha llegado el autor a tales conocimientos o por qué puede afirmar con tal seguridad datos exactos sobre esculturas que no llevan ni la firma del autor ni la del personaje representado?  Cuando visitamos nuestros museos y admiramos las amarillentas hojas de papiro medio destruidas y roídas por el transcurso de los siglos, fragmentos de vasos o planchas con relieves, capiteles de columnas adornados con raras figuras y signos, o jeroglíficos y textos de escritura cuneiforme, nos damos cuenta de que hay hombres que saben leer estos signos lo mismo que nosotros leemos un periódico o un libro. Pero ¿valoramos acaso la riqueza de ingenio que hubo que emplear para desentrañar el misterio de tales escrituras y descifrarlas en estos idiomas que ya no escribía ni hablaba nadie en una época en que la Europa Septentrional aún era un país bárbaro? Reflexionemos: ¿cómo ha sido posible dar un sentido a tales signos muertos? Lo mismo sucede cuando, hojeando las obras de nuestros historiadores, leemos la historia de los antiguos pueblos, cuya herencia portamos en fragmentos de nuestro idioma, en muchas de nuestras costumbres, en las obras de nuestra cultura y en nuestra sangre común, aunque su vida haya transcurrido en regiones remotas y esté sumida en la noche más oscura. Y sin embargo, leemos historia, no leyendas, ni cuentos, sino cifras y fechas; nos enteramos de los nombres de sus reyes, sabemos cómo vivían en la paz y en la guerra, cómo eran sus casas y sus templos; tenemos noticia de su encumbramiento y su decadencia, de sus años, meses y días, a pesar de que ello sucediera cuando nuestro calendario aún no existía. ¿De dónde se han sacado tales conocimientos, la exactitud y la seguridad de estos datos históricos?

 

Aquí sólo pretendemos exponer el desarrollo de la Arqueología como ciencia. Para ello aludiremos a un ejemplo de las dificultades y métodos de la Arqueología.  El anticuario romano Augusto Jandolo cuenta en sus Memorias cómo, siendo niño, acompañó a su padre a la apertura de un sarcófago etrusco.  «No era cosa fácil —dice— levantar la tapa; pero, finalmente, se levantó y se sostuvo en alto. Entonces cayó pesadamente al otro lado. Y en el acto sucedió algo que no olvidaré jamás. En el interior del sarcófago vi, reposando, el cuerpo de un joven guerrero completamente armado. Yelmo, lanza, escudo, armadura. Repito que no vi el esqueleto, sino un auténtico cuerpo, de formas perfectas en todos sus miembros y rígidamente extendido, como si acabaran de sepultarlo en aquel momento. Fue un fenómeno que duró un instante. Luego, parecía que todo se disolvía a la luz de las antorchas. El yelmo rodó por el lado derecho; el escudo, que era completamente redondo, cayó en el centro, donde antes estaba el pecho del caballero… Al contacto con el aire, el cuerpo, que desde hacía siglos se mantenía intacto en el vacío, se desvaneció y quedó reducido a polvo… y en el aire y alrededor de las  antorchas vimos revolotear las partículas de un polvillo dorado». Allí había estado una persona de aquel país enigmático, cuyo origen y procedencia  desconocemos hoy. Una sola mirada pudieron dar los descubridores a su cara, a su cuerpo, y al instante se evaporó irremediablemente. ¿Por qué? La imprudencia de los descubridores tuvo la culpa.

 

Cuando mucho antes del descubrimiento de Pompeya se extrajeron las primeras estatuas, la gente sabía lo bastante para no ver en las figuras desnudas simples ídolos paganos, sino que sospechaba al menos el valor de su belleza, y las colocaba en los palacios de los príncipes renacentistas, de los poderosos dominadores de las ciudades, de los cardenales, de los nuevos ricos y de los  condottieri.  Pero se las contemplaba solamente como curiosidades y estaba de moda coleccionarlas. Podía muy bien suceder que tal particular poseyera una bellísima estatua antigua junto a un embrión disecado de un monstruoso niño con dos cabezas; un antiguo relieve junto a las plumas de un ave que se decía haber sido tocada en vida por san Francisco, el amigo de los pájaros. La codicia y la incomprensión podían enriquecerse con los hallazgos, y se podía destruir lo hallado cuando tal cosa prometía beneficios.  En el Foro, lugar de reunión de los romanos, situado en torno al Capitolio, donde se agrupaban los edificios más espléndidos, en el siglo XVI ardían hornos de cal, y las piedras de los templos antiguos se convirtieron en materiales de construcción. Se empleaban las losas de mármol para adornar las fuentes; se hacía saltar con pólvora el  Serapeum  para ampliar unas hermosas caballerizas; las piedras de las termas de Caracalla se convertían en valiosos objetos de venta, y aún en 1860, bajo Pío IX, se continuaba esta obra destructora con la finalidad de adornar un edificio eclesiástico con elementos paganos. Los arqueólogos de los siglos XIX y XX se hallaron ya ante ruinas, donde monumentos enteros hubieran podido servir de valioso testimonio.  Pero donde no sucedía nada de eso, donde no intervino ninguna mano profana, donde ningún ladrón buscó ocultos tesoros, donde el arqueólogo se vio ante un pasado virgen —¡qué pocas veces sucedió esto!—, presentáronse dificultades de otra clase. Entonces fue cuando empezó el arte de la interpretación.

 

En 1856 se descubrieron en Dusseldorf los restos de un esqueleto. Al referirnos hoy a aquel esqueleto hablamos del hombre de Neanderthal. Al ser descubierto se creyó que se trataba de los huesos de un animal. Sólo el doctor Fuhlrott, profesor del Instituto de Elberfeld, interpretó correctamente el hallazgo.  El profesor Mayer, de Bonn, opinaba entonces que los huesos pertenecían a un cosaco muerto en el frente, en 1814. Wagner, de Gotinga, le llamaba el viejo holandés; Pruner-Bay, de París, decía que era un viejo celta. Virchow, un gran médico, declaró que el esqueleto en cuestión pertenecía a un anciano que padecía de gota.  Hubieron de transcurrir cincuenta años antes de que la ciencia reconociera que el profesor de Elberfeld tenía razón.  Bien es verdad que este ejemplo corresponde más bien a la investigación prehistórica de tumbas y a la antropología que a la arqueología. Sin embargo, tenemos otro caso más próximo al intento de ordenar cronológicamente una de las esculturas griegas más famosas: el grupo de Laocoonte. Winckelmann creía que pertenecía a la época de Alejandro Magno. En el siglo pasado se consideraba como obra maestra de la escuela rodia, creada alrededor del año 150 a.C. Otros lo colocaban en la primera época imperial, y hoy día sabemos que es obra de los escultores Agisandro, Polidoro y Atenodoro, de mediados del siglo I a.C. La interpretación, aunque el objeto de estudio no esté deteriorado, es difícil. Pero ¿qué sucede si además se duda de la autenticidad del material?

 

He aquí la broma de que fue víctima el profesor Beringer, de Würzburg. En 1726 se publicó un libro suyo en el que se hablaba de unos fósiles hallados por Beringer y sus alumnos en las proximidades de Würzburg. Se trataba de flores, ranas, una araña cazando una mosca —petrificada juntamente con su víctima—, una estrella de mar fosilizada, una media luna y unas tablillas con signos hebreos. En suma, una mezcla de los más extraños objetos. El libro tenía numerosas ilustraciones tomadas del natural, reproducidas en excelentes grabados en cobre, era voluminoso, y en sus comentarios atacaba frecuentemente a los adversarios del profesor. Tuvo gran éxito y fue muy elogiado, hasta que se reveló la terrible verdad. Los alumnos del profesor le habían gastado la broma de «producir» ellos mismos aquellos «fósiles», colocándolos después en los lugares donde el profesor solía hacer sus excavaciones. Mencionando a Beringer, no debemos olvidarnos de Doménech. De este buen abate francés  se conserva en la Biblioteca del Arsenal de París una obra magnífica, de 228 láminas, editada en impresión facsímil en 1860 como  Manuscrit pictographique américain.  Más tarde se descubrió que estos «dibujos de indios» eran esbozos en sucio tomados del cuaderno de dibujo de un muchacho americano, hijo de padres alemanes.  ¿Pretende alguien que tales cosas puedan sucederle sólo a Beringer o a Doménech? Pues bien, también el gran Winckelmann fue víctima de una genial superchería, cayendo en la trampa del hermano de Casanova, que ilustró el  Monumenti antichi  para Winckelmann. Además de este trabajo, este Casanova hizo en Nápoles tres pinturas, una de las cuales representaba a Júpiter y Ganímedes, y otras dos figuras femeninas bailando. Se las dio a Winckelmann afirmando audazmente que habían sido desprendidas de los muros de una casa de Pompeya. Y para hacer más verosímil su tesis contaba una fabulosa historia de un oficial al que secretamente las había robado. Casanova conocía ya todos los efectos de un escenario bien montado. ¡Y Winckelmann se lo creyó todo!

 

No solamente creía en la autenticidad de las pinturas, sino también todo aquel fantástico relato. En el libro quinto de su «Historia del Arte en la Antigüedad» publicó una descripción exacta de los hallazgos, declarando que especialmente el Ganímedes era una pintura «como nunca se había visto hasta entonces». Era en lo único en que tenía razón; ¡después de Casanova, Winckelmann era el primero en ver tal obra! «El favorito de Júpiter es, sin duda, una de las figuras más bellas que nos han quedado de la Antigüedad, y su rostro es incomparable; en ella hay tanta voluptuosidad que toda su existencia parece un leve beso». Si Winckelmann, hombre crítico y agudo, se dejaba engañar de tal forma, ¿quién puede sentirse seguro de no equivocarse jamás? Un arqueólogo ruso de nuestros días ha expuesto ingeniosamente las dificultades de la crítica arqueológica, señalando que para una estatua de mármol de Herculano, relativamente sencilla, existen nueve interpretaciones distintas. El arte de no dejarse engañar, el método de averiguar lo auténtico entre las más diversas características y señalar el género y la historia de una obra, es decir, el arte de interpretar una obra, se denomina  hermenéutica.  La bibliografía que únicamente se ocupa de la interpretación de los más famosos hallazgos clásicos llena bibliotecas enteras. Sobre el mismo tema podemos seguir algunas interpretaciones, desde el primer ensayo escrito por Winckelmann hasta las controversias de los eruditos de nuestros días. Los arqueólogos buscan los restos de las antiguas culturas y, con agudeza que podríamos llamar detectivesca, han ido amontonando, a menudo literalmente, una piedrecita tras otra hasta que era evidente la conclusión lógica.  ¿Es más fácil su labor que la de un criminalista? Ellos tienen, ante sí, simples objetos muertos que no despliegan actividad alguna, que no actúan para dar conscientemente falsas huellas, ni conducen a pistas erróneas. Desde luego, las piedras muertas no se sustraen al estudio atento. Pero ¿qué grado de falsificación puede darse en ellas? ¿Cuántos errores habrán  cometido los que dieron las primeras noticias de un hallazgo?

 

A ningún arqueólogo le es posible contemplar todos los restos en su reproducción original, ya que se hallan diseminados por toda Europa y por los museos del mundo entero. Hoy día, la fotografía les permite obtener una copia exacta, pero no todos los objetos son fotografiados. Aún hay que recurrir al dibujo subjetivamente trazado, subjetivamente interpretado muchas veces. Y los dibujos hechos a menudo por una persona profana en mitología y en arqueología,  son inexactos y se hallan llenos de errores.  En un sarcófago que hoy se conserva en el museo del Louvre, en París, se halla el grupo Amor y Psique, que tiene rota la parte inferior del brazo de Amor, pero no la mano del mismo, que se conserva y reposa sobre la mejilla de Psique. En las publicaciones de dos arqueólogos franceses esta mano aparece reproducida como si fuese una barba. ¡Psique con barba!  A pesar del latente contrasentido de estos dibujos, otro francés, el redactor de un catálogo del Louvre, escribe: «El escultor del sarcófago no ha entendido este grupo, ya que su Psique, aunque vestida de mujer, lleva barba». Veamos otro ejemplo en el que quizá la confusión sea mayor que si hubiera sido presentada de una manera deliberada.  En Venecia se halla un relieve donde, en una sucesión de escenas, se representan dos niños conduciendo un carro arrastrado por dos terneras, mientras que de pie se ve una mujer. El relieve ha sido completado hace unos ciento cincuenta años. Los que lo interpretaron entonces supusieron que era una ilustración plástica del conocido cuento de Heródoto según el cual la sacerdotisa de Hera, Cidipa, en cierta ocasión en que le faltaron los bueyes que solían llevarla a su templo, fue conducida a la sede de los dioses por sus dos hijos, que voluntariamente se uncieron al yugo de los bueyes. Se añade que la madre, conmovida, suplicó a los dioses que sus hijos alcanzasen la felicidad máxima que se pudiera gozar en la tierra. Y Hera, siguiendo el dudoso consejo de los dioses, hizo morir a los dos hijos de su fiel servidora, diciendo que una dulce muerte en la primera juventud es la suprema felicidad a que se puede aspirar en este mundo.

 

Y basándose en esta interpretación fue completada la escultura. Una verja que había a los pies de la mujer se convirtió en un carro con sus ruedas; el cabo de la cuerda que se ve en la mano del hijo se transformó en la vara del carro; los ornamentos se volvieron más ricos; los contornos fueron completados; el relieve se suavizó, y entonces se amontonaron nuevos detalles correspondientes a tal interpretación. Y a base de esta restauración se atribuyó al relieve una fecha equivocada; los ornamentos fueron considerados como pinturas y el templo como el edículo de una tumba. Pues bien, toda aquella interpretación era caprichosa, arbitraria. No se trataba, ni mucho menos, de la ilustración del relato de Heródoto, ya que éste nunca ha sido «ilustrado» en la Antigüedad. El carro es fruto de la invención del artista que lo restauró, y fue tan lejos, que atribuyó a las ruedas unos ornamentos como jamás se conocieran en la Antigüedad; la vara es pura invención, lo mismo que la correa que circunda el cuello de los animales. En este ejemplo vemos cómo una descripción errónea puede llevar por derroteros completamente falsos.  Citamos a Heródoto, es decir, a un escritor cuya obra es aún para nosotros fuente viva de todas las referencias en las fechas, tanto respecto a las obras de arte como a sus creadores. Las obras de los autores antiguos, independientemente de la época a que pertenecen, son los pilares fundamentales de la hermenéutica. Pero ¡cuántas veces el arqueólogo ha sido engañado por ellas! Los escritores difunden una verdad transcendiendo la simple realidad. Y no se basan sólo en la Historia, sino que toman como modelo la mitología en todas sus formas, y la transforman, adornándola con elementos propios, para que así adquirieran un valor artístico. Éste fue el concepto que se tenía del «historiador de la Antigüedad».

 

Los autores antiguos no se han equivocado menos que los modernos. Y fatigosamente, el arqueólogo va buscando el camino a través de la espesa maraña de sus afirmaciones. Por ejemplo, para fijar fecha a la escultura dedicada a Zeus olímpico, la estatua más famosa de Fidias, en oro y marfil, es indispensable saber algo de la muerte de éste. Pero sobre tal particular tenemos las noticias más contradictorias de Éforo, de Diodoro, de Plutarco y de Filocoro. Dícese, por unos, que murió en la cárcel; por otros, que escapó; algunos afirman que fue ejecutado en Elide, así como también se asegura que allí halló un final pacífico para sus días. Un papiro descubierto  y publicado en 1910, en Ginebra, confirma el relato de Filocoro. Esto nos hace imaginar la resistencia que ofrecen los objetos con que ha de enfrentarse  al arqueólogo, no sólo a su piqueta, sino también a su inteligencia. Nos excederíamos de los límites de este artículo si quisiéramos explicar los métodos críticos, la observación científica, el diseño, la descripción, la interpretación por el mito, por los textos literarios, por las inscripciones, monedas y utensilios, la interpretación combinada, a base de otras imágenes del lugar del hallazgo, del emplazamiento de los alrededores.Como ejemplo, podemos referirnos al pentágono dodecaedro místico, del que los arqueólogos no han hallado aún una explicación adecuada. Se trata de un objeto de bronce; por su forma exterior, geométricamente, es un pentágono inscrito en un dodecaedro. En el centro de cada superficie se halla un hueco redondo de distinto tamaño, y el interior del objeto está hueco. Los puntos donde se han hallado estos ejemplares están al norte de los Alpes y las condiciones del hallazgo hacen suponer un origen romano. Un interpretador ve en el enigmático objeto un juguete; otro, un juego de dados; un tercero, un instrumento para medir cuerpos cilíndricos; el cuarto, un candelabro.

septiembre 24, 2012 - Posted by | Historia, Historia oculta, Otras ant. civil., Otros

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  1. muy bueno

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    Comentarios por carlos emilio riva | septiembre 24, 2012 | Responder

  2. Magnifico trabajo

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    Comentarios por antonio | septiembre 3, 2015 | Responder


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