El esoterismo del Saber y del Poder
“El retorno de los brujos” (original “Le Matin des Magiciens“) es el título de un magnífico libro publicado en 1960, subtitulado “Una introducción al realismo fantástico“. Lo escribió Louis Pauwels en colaboración con Jacques Bergier y trataba temas entonces novedosos: supuestos fenómenos parapsicológicos, civilizaciones desaparecidas, el esoterismo, sociedades secretas, etc… Lo que explico en este artículo está basado en algunos de los relatos de estos escritores.
En un artículo muy extraño, pero que, al parecer, reflejaba la opinión de muchos intelectuales franceses, el escritor y filósofo francés Jean Paul Sartre negaba pura y simplemente a la bomba «H» el derecho a la existencia. La existencia, en la teoría de este filósofo, precede a la esencia. Pero se le presenta un fenómeno cuya esencia no le interesa, y niega su existencia. ¡Singular contradicción! «La bomba «H» —escribía Jean Paul Sartre— está contra la Historia.» ¿Cómo puede estar «contra la Historia» un hecho de civilización? ¿Qué es la Historia? Para Sartre, es el movimiento que debe necesariamente conducir a las masas al poder. ¿Qué es la bomba «H»? Una reserva de poder manejable por algunos hombres. Una sociedad muy restringida de sabios, de técnicos, de políticos, puede decidir la suerte de la Humanidad. Para que la Historia tenga el sentido que le hemos asignado, suprimamos la bomba «H». Igual veíamos el progresismo social exigiendo la detención del progreso. Una sociología nacida en el siglo XIX reclamaba el retorno a su época de origen. No se trata de aprobar la fabricación de armas de destrucción, ni de ir contra la sed de justicia que anima lo que hay de más puro en las sociedades humanas. Se trata de examinar las cosas desde un punto de vista diferente.
Es cierto que las armas de destrucción masiva hacen pesar sobre la Humanidad una amenaza espantosa. Pero mientras estén en pocas manos, suponemos que no serán utilizadas. La sociedad humana moderna sólo sobrevive porque son muy pocos los hombres de quienes depende la decisión. Pero la separación entre el bien y el mal es cada vez más delgada. Todo descubrimiento al nivel de las estructuras esenciales es a la vez positivo y negativo. Por otra parte, las técnicas, al perfeccionarse, no se hacen más pesadas: por el contrario, se simplifican. Se sirven de fuerzas que van acercándose a las elementales. El número de operaciones se reduce; se aligera el equipo. Al final, la llave de las fuerzas universales cabrá en la palma de la mano. Un niño podrá forjarla y manejarla. Cuanto más se avance hacia la simplificación-potencia, tanto más habrá que ocultarla, levantar barreras, para asegurar la continuidad de la vida. Esta ocultación se realiza, por otra parte, sola al pasar el verdadero poder a manos de los hombres sabios. Éstos tienen un lenguaje y unas formas de pensamiento que les son propias. Los hombres de ciencia han convencido a los poseedores de que poseerían más, a los gobernantes de que gobernarían más, si acudían a ellos. Y rápidamente han conquistado un lugar por encima de la riqueza y del poder.
Lo han logrado introduciendo en todas partes una complejidad infinita. La idea que quiere ser directriz complica hasta el extremo el sistema que quiere destruir, para llevarle al suyo sin posibilidad de reacción defensiva, de la misma manera que la araña envuelve a su presa. Los hombres llamados «de poder», poseedores y gobernantes, no son más que intermediarios en una época que es a su vez intermediaria. Mientras las armas de destrucción masiva se multiplican, la guerra cambia de rostro. Antaño, la Humanidad se destrozaba para repartirse la tierra y gozar en ella; para que algunos se repartiesen los bienes de la tierra y gozaran de ellos. Ahora todo transcurre como si la Humanidad buscara la unión, la agrupación, la unidad para cambiar la Tierra. El deseo de gozar ha sido sustituido por la voluntad de hacer. Los hombres de ciencia, al perfeccionar también las armas psicológicas, no son extraños a este profundo cambio. La guerra revolucionaria corresponde al nacimiento de un espíritu nuevo: el espíritu obrero, el espíritu de los obreros de la Tierra. En este sentido, la Historia es un movimiento mesiánico de las masas. Este movimiento coincide con la concentración del saber.
Volvamos a los hechos aparentes, y entraremos de nuevo en la edad de las sociedades secretas. Cuando remontemos hacia los hechos más importantes, y por ello menos visibles, advertiremos que volvemos también a la edad de los Adeptos. Los Adeptos hacían resplandecer su conocimiento sobre un conjunto de sociedades organizadas para el mantenimiento del secreto de la técnica. No es imposible imaginar un mundo muy próximo construido según este modelo. Fuera de esto, la Historia no se repite. Mejor dicho, si bien pasa por el mismo punto, lo hace por un sector más alto de la espiral. Históricamente, la conservación de la técnica fue uno de los objetos de las sociedades secretas. Los sacerdotes egipcios guardaban celosamente las leyes de la geometría plana. Recientes investigaciones han comprobado la existencia en Bagdad de una sociedad que detentaba el secreto de la pila eléctrica y el monopolio de la galvanoplastia… hace dos mil años. En la Edad Media, en Francia, en Alemania y en España, se formaron concejos de técnicos. Lo mismo sucede con la historia de la alquimia o con el secreto de la coloración roja del vidrio, mediante la introducción de oro en el momento de la difusión. Asimismo sucede con el secreto del fuego griego, aceite de lino coagulado con gelatina, antepasado del napalm. Pero no todos los secretos de la Edad Media han sido descubiertos. Por ejemplo, el del vidrio mineral flexible, el del procedimiento sencillo de obtención de la luz fría, etc.
De igual manera asistimos ahora a la aparición de grupos de técnicos que guardan los secretos de fabricación, ya se trate de técnicas artesanas como la fabricación de armónicas o de bolos de cristal, ya de técnicas industriales como la producción de carburantes sintéticos. En las grandes fábricas atómicas americanas, los físicos llevan insignias que revelan su grado de saber y de responsabilidad. No se puede dirigir la palabra más que al portador de una insignia igual. Existen clubes, y las amistades y los amores surgen en el interior de cada categoría. Así se constituyen medios cerrados en todo semejantes a los concejos de la Edad Media, ya se trate de aviación a reacción, de ciclotrones o de electrónica. En 1956, treinta y cinco estudiantes chinos recién salidos del Instituto de Tecnología de Massachusetts quisieron volver a su país. No habían trabajado en problemas militares; sin embargo, se pensó que sabían demasiado. Y se les prohibió el regreso. El Gobierno chino, deseoso de recuperar a los instruidos jóvenes, propuso su intercambio con varios aviadores americanos acusados de espionaje. La vigilancia de la técnica y de los secretos científicos no puede confiarse a la Policía. Mejor dicho, los especialistas del cuerpo de Seguridad se ven obligados a aprender las ciencias y las técnicas que tienen obligación de vigilar.
Se enseña a estos especialistas a trabajar en los laboratorios nucleares y a los físicos nucleares a velar ellos mismos por su seguridad. De suerte que se va creando una casta más poderosa que los Gobiernos. Para completar el cuadro hay que tener en cuenta a los grupos de técnicos dispuestos a trabajar para los países que ofrezcan más. Son los nuevos mercenarios. Remontémonos a los hechos menos visibles, pero más importantes. Veremos en ellos el retorno a la edad de los Adeptos. «Nada en el Universo es capaz de resistir al ardor convergente de un número bastante de inteligencias agrupadas y organizadas», decía confidencialmente Teilhard de Chardin al escritor George Magloire. Pierre Teilhard de Chardin S.J. (1881 – 1955), fue un religioso, paleontólogo y filósofo francés que aportó una muy personal y original visión de la evolución. Miembro de la orden jesuita, su concepción de la evolución, considerada ortogenista y finalista, equidistante en la pugna entre la ortodoxia religiosa y científica, propició que fuese atacado por la una e ignorado por la otra. Suyos son los conceptos Noosfera, conjunto de los seres inteligentes con el medio en que viven, y Punto Omega, descripción del punto más alto de la evolución de la consciencia.
Hace más de cincuenta años, John Buchan, que desempeñó en Inglaterra un gran papel político, escribió una novela que era al mismo tiempo un mensaje dirigido a unos cuantos espíritus despiertos. En esta novela, titulada, no por casualidad, “La central de energía”, el héroe tropieza con un caballero distinguido y discreto, que, en un tono de conversación trivial, le dirige frases bastante desconcertantes: «—Ciertamente, en la civilización hay numerosas piedras angulares —dije— cuya destrucción acarrearía el derrumbamiento de aquélla. Pero las piedras angulares aguantan bien.»—No tanto… Piense que la fragilidad de la máquina aumenta cada día. A medida que la vida se complica, el mecanismo se hace más intrincado y, por ello, más vulnerable. Sus llamadas sanciones se multiplican de un modo tan desmesurado, que pierden aisladamente en seguridad. Durante los siglos de oscurantismo, había una sola gran potencia: el temor de Dios y de su Iglesia. Hoy en día, tienen ustedes una multitud de pequeñas divinidades, igualmente delicadas y frágiles, cuya única fuerza proviene de nuestro consentimiento tácito en no discutirlas. »—Olvida usted una cosa —repliqué—, y es el hecho de que los hombres están, en realidad, de acuerdo en mantener la máquina en marcha. Esto es lo que llamé hace un momento «buena voluntad«.
»—Ha puesto usted el dedo en el único punto importante. La civilización es una conjuración. ¿De qué les serviría su Policía si cada criminal encontrase asilo al otro lado del estrecho, o sus salas de Justicia si otros tribunales no reconocieran sus decisiones? La vida moderna es el pacto no formulado de los poseedores para el mantenimiento de sus pretensiones. Y este pacto será eficaz hasta el día en que se celebre otro para despojarles. »—No discutamos lo indiscutible —dije—. Pero yo me imaginaba que el interés general obligaba a los espíritus mejores a participar en esto que llama usted conspiración.»—Lo ignoro —dijo, con lentitud—. ¿Son realmente los espíritus mejores los que actúan a favor del pacto? Vea la conducta del Gobierno. A fin de cuentas, estamos dirigidos por aficionados y personas de segundo orden. Los métodos de nuestras administraciones llevarían a la quiebra a cualquier empresa particular. Los métodos del Parlamento (discúlpeme) avergonzarían a cualquier junta de accionistas. Nuestros dirigentes simulan adquirir el saber por la experiencia, pero están lejos de ponerle el precio que pagaría un hombre de negocios, y, cuando lo adquieren, no tienen el valor de aplicarlo. ¿Cree que tiene algún atractivo, para un hombre genial, el vender su cerebro a nuestros malos gobernantes?”.
»Y, sin embargo, el saber es la única fuerza… ahora y siempre. Un pequeño dispositivo mecánico será capaz de hundir flotas enteras. Una nueva combinación química transformará todas las reglas de la guerra. Lo mismo puede decirse del comercio. Bastarán algunas modificaciones ínfimas para poner a Gran Bretaña al nivel de la República del Ecuador, o para dar a China la llave de la riqueza mundial. Y, mientras tanto, no queremos pensar en que estos altibajos sean posibles. Tomamos nuestro castillo de naipes por la fortaleza del Universo. »Jamás he tenido el don de la palabra, pero lo admiro en los demás. Los discursos de este género producen un hechizo malsano, una especie de embriaguez, de la que uno casi se avergüenza. Me sentía interesado, y más que a medias seducido. »—Pero, veamos —le dije—, el primer cuidado de un inventor es publicar su invento. Como aspira a los honores y a la gloria, quiere hacerse pagar su invención. Esta se convierte en parte integrante del saber mundial, y todo el resto de éste se modifica en consecuencia. Es lo que ha pasado con la electricidad. Llama usted máquina a nuestra civilización, pero ésta es mucho más sutil que una máquina. Posee la facultad de adaptación del organismo viviente”.
»—Lo que dice usted sería cierto si el nuevo conocimiento se convirtiese realmente en propiedad de todos. Pero, ¿ocurre así? De vez en cuando leo en las gacetas que un sabio eminente ha hecho un gran descubrimiento. El hombre da cuenta a la Academia de Ciencias, se publican artículos de fondo sobre él invento, y la fotografía de aquél aparece en los periódicos. El peligro no proviene de este hombre. No es más que un engranaje de la máquina, un adherido al pacto. Pero los que cuentan son los hombres que se mantienen fuera de éste, los artistas del descubrimiento que sólo emplearán su ciencia en el momento en que puedan hacerlo con el máximo efecto. Créame, los espíritus más grandes están al margen de la llamada civilización »Pareció vacilar un instante, y prosiguió: »—Habrá personas que le dirán que los submarinos han suprimido ya al acorazado y que la conquista del aire ha anulado el dominio de los mares. Los pesimistas, al menos, así lo afirman. Pero, ¿cree usted que la ciencia ha dicho ya su última palabra con nuestros groseros submarinos y nuestros frágiles aeroplanos? »—No dudo de que se perfeccionarán —dije—, pero los medios de defensa progresarán paralelamente”.
» Movió la cabeza. »—Es poco probable. De ahora en adelante, el saber que permite realizar los grandes ingenios de destrucción rebasa en mucho a las posibilidades defensivas. Usted ve simplemente las creaciones de la gente de segundo orden que tiene prisa en conquistar la riqueza y la gloria. El verdadero saber, el saber temible, sigue manteniéndose secreto. Pero, créame, amigo mío, existe. »Se calló un instante, y vi el ligero contorno del humo de su cigarrillo perfilándose en la oscuridad. Después citó varios ejemplos, pausadamente, como si temiera ir demasiado lejos. »Estos ejemplos fueron para mí la voz de alerta. Eran de diferentes clases: una gran catástrofe, una ruptura súbita entre dos pueblos, una plaga que destruía una cosecha vital, una guerra, una epidemia. No los repetiré. Entonces no creí en ello, y hoy creo todavía menos. Pero eran terriblemente chocantes, expuestos con su voz tranquila, en aquella pieza oscura, en la sombría noche de junio. Si estaba en lo cierto, aquellas calamidades no eran obra de la Naturaleza o de la casualidad, sino más bien el producto de un arte. Las inteligencias anónimas a que se refería, y que realizaban una labor subterránea, revelaban de vez en cuando su fuerza mediante una manifestación catastrófica. Me negaba a creerle, pero, mientras exponía sus ejemplos, mostrando el desarrollo del juego con singular claridad, no pude pronunciar una palabra de protesta. »Al fin recobré el habla”.
»—Lo que usted describe es el anarquismo. Y, sin embargo, no conduce a ninguna parte. ¿A qué móvil obedecerían estas inteligencias? »Se echó a reír. »—¿Cómo quiere que yo lo sepa? Yo no soy más que un modesto buscador, y mis investigaciones me proporcionan curiosos documentos. Pero no podría precisarle los motivos. Veo solamente que existen grandes inteligencias antisociales. Digamos que desconfían de la máquina. A menos que no sean idealistas empeñados en crear un mundo nuevo, o simplemente artistas que aman por sí mismos a la verdad. Si tuviese que formular una hipótesis, diría que han sido necesarias estas dos últimas clases de individuos para obtener resultados, pues los segundos logran el conocimiento, y los primeros tienen la voluntad de emplearlo. »Un recuerdo acudió a mi memoria. Estaba en las alturas del Tirol en un prado soleado. Allí me encontraba almorzando, entre campos floridos y al norte de un torrente saltarín, después de haber pasado la mañana escalando las blancas vertientes. Había encontrado en el camino a un alemán, un hombrecillo con aires de profesor, que me hizo el honor de compartir conmigo mis bocadillos. Hablaba con desenvoltura un defectuoso inglés, y era discípulo de Nietzsche y ardiente enemigo del orden establecido”.
»—Lo malo es —exclamó— que los reformadores no saben nada, y que los que saben algo son demasiado perezosos para intentar las reformas. Pero llegará un día en que se unirán el saber y la voluntad, y entonces progresará el mundo. »—Está pintando usted un cuadro terrible —repliqué—. Pero, si estas inteligencias antisociales son tan poderosas, ¿por qué hacen tan poco? Un vulgar agente de Policía, amparado por la Máquina, puede muy bien burlarse de la mayoría de las tentativas anarquistas. »—Exactamente —respondió—, y la civilización saldrá triunfante hasta que sus adversarios aprendan de ella misma la importancia de la Máquina. El pacto debe durar hasta que haya un anticipo. Vea los procedimientos de esta idiotez que ahora llaman nihilismo o anarquía. Algunos vagos analfabetos lanzan un reto al mundo desde el fondo de un tugurio parisiense, y al cabo de ocho días están en la cárcel. En Ginebra, una docena de «intelectuales» rusos exaltados conspiran para derribar a los Romanov, y la Policía de Europa se les echa encima. Todos los Gobiernos y sus poco inteligentes fuerzas policíacas se dan la mano y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡adiós conspiradores! Porque la civilización sabe utilizar las energías de que dispone, mientras que las infinitas posibilidades de los no oficiales se van en humareda. La civilización triunfa porque es una liga mundial; sus enemigos fracasan porque no son más que una capillita. Pero suponga… »Se calló de nuevo y se levantó del sillón. Acercándose al interruptor, inundó la sala de luz. Deslumbrado, alcé los ojos hacia mi huésped y vi que me sonreía amablemente, con toda la gentileza de un viejo gentleman. »—Me gustaría oír el final de sus profecías —declaré—. Decía usted…”.
»—Decía esto: suponga a la anarquía instruida por la civilización y convertida en internacional. ¡Oh, no me refiero a esas bandas de borricos que se titulan con gran alharaca «Unión Internacional de Trabajadores» y otras estupideces por el estilo! Quiero decir que se internacionalice la verdadera sustancia pensante del mundo. Suponga que las mallas del cordón civilizado se encuentren entrelazadas con otras mallas que constituyen una cadena mucho más poderosa. La Tierra está rebosante de energías incoherentes y de inteligencia desorganizada. ¿Ha pensado alguna vez en el caso de China? Encierra millones de cerebros pensantes que se ahogan en actividades ilusorias. No tienen dirección, ni energía conductora, de modo que el resultado de sus esfuerzos es igual a cero y el mundo entero se burla de China. Europa le arroja de vez en cuando un préstamo de algunos millones, y ella, en justa correspondencia, se encomienda cínicamente a las oraciones de la cristiandad. Pero suponga usted… »—Es una perspectiva atroz —exclamé— y, a Dios gracias, no la creo realizable. Destruir por destruir constituye una idea demasiado estéril para tentar a un nuevo Napoleón, y nada pueden hacer ustedes sin tener uno. »—No sería en absoluto destrucción —replicó suavemente—. Llamemos iconoclastia a esta abolición de las fórmulas que siempre ha unido a una multitud de idealistas. Y no hace falta un Napoleón para realizarla. Sólo se necesita una dirección que podría venir de hombres mucho menos dotados que Napoleón. En una palabra, bastaría con una Central de Energía para inaugurar la era de los milagros».
Si se piensa que Buchan escribía estas líneas alrededor de 1910, y si pensamos en los trastornos sufridos por el mundo después de aquella época y en los movimientos que arrastran en la actualidad a China, el África y a la India, podemos preguntarnos si no habrán entrado efectivamente en acción una o muchas «Centrales de Energía». Esta visión sólo parecerá novelesca a los observadores superficiales, es decir, a los historiadores llevados por el vértigo de «la explicación de los hechos», lo cual no es, en definitiva, más que una manera de escoger entre los hechos. La central fascista fue una central de energía que ha fracasado, pero después de sumir al mundo en fuego y sangre. Tampoco se puede dudar de la existencia hasta hace poco de una central de energía comunista, ni de su prodigiosa eficiencia. «Nada en el Universo podría resistir el ardor convergente de un número bastante de inteligencias agrupadas y organizadas». Tenemos de las sociedades secretas una idea de colegial. Vemos de una manera fútil los hechos singulares. Para comprender el mundo venidero, tendríamos que escarbar, refrescar, vigorizar la idea de sociedad secreta, por el estudio más profundo del pasado y por el descubrimiento de un punto de vista desde el cual pueda observarse el movimiento de la Historia en que nos vemos metidos.
Es posible, es probable, que la sociedad secreta sea la futura forma de gobierno en el mundo nuevo. Considerad la evolución de las cosas. Las monarquías alegaban un poder de origen sobrenatural. El rey, los señores, los ministros, los responsables hacen cuanto pueden por salirse de lo natural, para causar asombro con su indumento, con sus palacios, con sus maneras. Lo hacen todo para ser bien visibles. Despliegan el mayor fasto posible. Y siempre están presentes. Infinitamente abordables e infinitamente distintos. «¡Alistaos bajo mi estandarte!» A veces, en verano, Enrique IV se bañaba desnudo en el Sena, en el corazón de París. Luis XIV era el Sol, pero cualquiera puede entrar en cualquier momento en su palacio y asistir a sus comidas. Siempre bajo el fuego de las miradas, semidioses cargados de oro y de plumas, siempre llamando la atención, a un tiempo aislados y públicos. A partir de la Revolución, el poder proclama ideas abstractas y el Gobierno se oculta. Los responsables quieren hacerse pasar por hombres «como los demás» y al mismo tiempo guardan las distancias. Tanto en el plano personal como en el de los hechos, se hace difícil definir con exactitud el Gobierno.
Las democracias modernas se prestan a mil interpretaciones «esotéricas». Hay pensadores que aseguran que América obedece únicamente a algunos jefes de la industria, Inglaterra a los banqueros de la City, Francia a los francmasones, etc. Con los Gobiernos surgidos de la guerra revolucionaria, el poder se oculta casi completamente. Los testigos de la revolución china, de la guerra de Indochina y de la guerra de Argelia, los especialistas del mundo soviético, todos se sienten impresionados por la inmersión de poder en los misterios de la masa, por el secreto que envuelve a las responsabilidades, por la imposibilidad de saber «quién es quién» y «quién decide qué». Entra en acción una verdadera criptocracia. Se dice que los Illuminati, los Bilderberger, la Comisión Trilateral, son los miembros de la criptocracia o Gobierno Oculto de la Tierra. La Criptocracia ha venido controlando a los Gobiernos durante los últimos siglos. Establecen quiénes han de ser elegidos, cuándo y dónde. Dicen cuándo ha de producirse una guerra, y cuándo no, cuándo ha de producirse una inflación o una deflación. Desde el Siglo XVIII, esta criptocracia lo ha dominado todo. Aquí no tenemos tiempo de analizar este fenómeno, pero podría escribirse una obra sobre el advenimiento de lo que llamamos criptocracia.
En una novela de Jean Lartéguy, que fue actor de la revolución en Azerbaiján, de la guerra de Palestina y de la guerra de Corea. Un capitán francés cae prisionero después de la derrota de Dien-Bien-Fu, en Vietnam: «Glatigny volvió a encontrarse en un refugio en forma de túnel, largo y estrecho. Estaba sentado en el suelo, con la espalda desnuda apoyada en la tierra del mundo ante él, un nha qué en cuclillas fuma un tabaco infecto, liado en un viejo papel de periódico. El nha va descubierto y lleva uniforme caqui sin insignias. Está descalzo y los dedos de sus pies se abren voluptuosamente en el barro tibio del refugio. Entre dos chupadas, pronuncia algunas palabras, y un bodoi de movimientos ágiles y ondulantes se inclina sobre Glatigny. —El jefe del batallón pregunta a usted dónde estar comandante francés que mandar punto apoyo. Glatigny tiene un reflejo de militar tradicional: no puede comprender que este nha qué acurrucado y que fuma un tabaco apestoso mandase como él un batallón, tuviese el mismo grado y las mismas responsabilidades que él… Es, pues, uno de los responsables de la División 308, la mejor instruida de todo el Ejército Popular; y este campesino salido de su arrozal le ha derrotado a él, a Glatigny, descendiente de una de las grandes dinastías militares de Occidente…».
Paul Mouset, periodista corresponsal de guerra en Indochina y en Argelia, decía: «Siempre he tenido la impresión de que el boy o el pequeño tendero eran, acaso, los grandes responsables… El mundo nuevo disfraza a sus jefes, como esos insectos que se confunden con las ramas, con las hojas...». Después de la muerte de Stalin, los expertos políticos no logran ponerse de acuerdo sobre la identidad del verdadero gobernante de la URSS. En el momento en que estos expertos nos aseguran al fin que es Beria, nos enteramos de que éste acaba de ser ejecutado. Nadie podría designar por sus nombres a los dueños de un país que domina mil millones de hombres y la mitad de las tierras habitables del Globo..La amenaza de guerra sirve para revelar la forma real de los Gobiernos. En junio de 1955, América había previsto una «operación de alerta», en el curso de la cual el Gobierno salía de Washington para ir a trabajar a «algún lugar de los Estados Unidos». En el caso de que este refugio fuese destruido, se había previsto un procedimiento según el cual el Gobierno transfería sus poderes a un “Gobierno en la sombra”. Este Gobierno lleva consigo senadores, diputados y expertos cuyos nombres no pueden ser divulgados. De esta forma se anunció oficialmente el paso a la criptocracia en uno de los países más poderosos del planeta. En caso de guerra, sin duda veríamos los Gobiernos aparentes reemplazados por estos «Gobiernos en la sombra», instalados tal vez en las cavernas de Virginia, el de los Estados Unidos. Y a partir de este momento, sería delito de alta traición revelar la identidad de los responsables.
Armadas de cerebros electrónicos para reducir al mínimo el personal administrativo, las sociedades secretas organizarían el combate. Ni siquiera se excluye la posibilidad de que estos Gobiernos se alojaran fueran de nuestro mundo, en satélites artificiales que giran alrededor de la Tierra. No es filosofía-ficción o historia-ficción, sino realismo fantástico. No se propone orientar la atención hacia una interpretación mágica de los hechos, ni se propone ninguna religión. Pensamos que, llegada a un cierto nivel, la inteligencia misma es una sociedad secreta. Herbert George Wells, más conocido como H. G. Wells (1866 – 1946), fue un escritor, novelista, historiador y filósofo británico. Es famoso por sus novelas de ciencia ficción y es considerado junto a Julio Verne uno de los precursores de este género. Por sus escritos relacionados con ciencia, en 1970 se decidió en su honor llamarle H. G. Wells a un astroblema lunar ubicado en el lado oscuro de la Luna. En su obra “El hombre invisible” (1897), explica los límites éticos de la ciencia y la obligación del científico de actuar de forma ética más allá del poder que le otorgan sus descubrimientos. Griffin, el hombre invisible de Wells, decía: «Los hombres, incluso los cultos, no se dan cuenta de los poderes ocultos en los libros de ciencia. En estos volúmenes hay maravillas, hay milagros».
Hay milagros, hay maravillas, y hay cosas espantosas. Los poderes de la ciencia, después de Wells, se han extendido más allá del planeta y amenazan la vida de éste. Ha nacido una nueva generación de sabios. Son gentes que tienen conciencia de ser, no buscadores desinteresados y espectadores puros, sino empleando la bella expresión de Teilhard de Chardin, «obreros de la Tierra». Solidarios del destino de la Humanidad y, en notable proporción, responsables de este destino. Joliot Curie lanza botellas de gasolina contra los carros alemanes en los combates para la liberación de París. Norbert Wiener, el cibernético, apostrofa a los hombres políticos: «¡Os hemos dado un depósito infinito de poder y habéis hecho Bergen Belsen e Hiroshima!». Son sabios de un nuevo estilo, cuya aventura está ligada a la del mundo. Son los herederos directos de los investigadores del primer cuarto delsiglo XX: los Curie, Langevin, Perrin, Planck, Einstein, etc. Durante aquellos años, la llama del genio se elevó a alturas jamás alcanzadas desde el milagro griego. Estos maestros libraron batallas contra la inercia del espíritu humano. Y habían sido violentos en sus combates. «La verdad no triunfa jamás, pero sus adversarios acaban por morir», decía Planck. Y Einstein: «No creo en la educación. Tú mismo debes ser tu único modelo, aunque este modelo sea espantoso». Pero no eran conflictos al nivel de la Tierra, de la Historia, de la acción inmediata. Se sentían responsables únicamente ante la Verdad. Sin embargo, la política los alcanzó. El hijo de Planck fue asesinado por la Gestapo. Einstein fue desterrado.
La actual generación percibe por todos lados, en todas las circunstancias, que el sabio está ligado al mundo. Él detenta la casi totalidad del saber útil. Pronto detentará la casi totalidad del poder. Es el personaje clave de la aventura a que se ha lanzado la Humanidad. Cercado por los políticos, observado por los servicios de información, vigilado por los militares, tiene iguales probabilidades de encontrarse al final de su camino. «El investigador ha debido reconocer que, lo mismo que todo ser humano, es a un tiempo espectador y actor en el gran drama de la existencia». Exagerando, podríamos decir que está entre el Premio Nobel o el pelotón de ejecución. Al mismo tiempo, sus trabajos le hacen ver la irrisión de los particularismos, le elevan a un nivel de conciencia planetario, si no cósmico. Pero hay un malentendido. Entre lo que él mismo arriesga y los riesgos que se corren al mundo, sólo un cobarde podría vacilar. Kurchatof rompe la consigna del silencio y revela cuanto sabe a los físicos ingleses de Harwell. Pontecorvo huye a Rusia para proseguir su obra. Oppenheimer choca con su Gobierno. Los atomistas americanos se colocan frente al Ejército y publican su extraordinario Boletín: la cubierta representa un reloj cuyas saetas avanzan hacia la medianoche cada vez que un experimento o un descubrimiento peligroso caen en manos de los militares. «He aquí mi predicción para el porvenir —escribe el biólogo inglés J. B. S. Haldane—: ¡Lo que no ha sido, será! ¡Y nadie puede librarse!».La materia libera su energía y se abre la ruta de los planetas.
Tales acontecimientos parecen no tener paralelo en la Historia. «Vivimos en un momento en que la Historia contiene el aliento, en que el presente se desprende del pasado como el iceberg rompe sus lazos con el cantil de hielo y se lanza al océano sin límites». Si el presente se desliga del pasado, se trata de una ruptura, no con todos los pasados, no con el pasado que llegó a la madurez, sino con el pasado nacido últimamente, es decir, con lo que llamamos «la civilización moderna». Esta civilización, salida del hervidero de ideas de la Europa occidental del siglo XVIII, desarrollada en el XIX y que ha dado sus frutos al mundo entero durante la primera mitad del XX, está en camino de alejarse de nosotros. Nos situamos, ora como modernos atrasados, ora como contemporáneos del futuro. Nuestra conciencia y nuestra inteligencia nos dicen que no es lo mismo en absoluto. Las ideas que sirvieron de fundamento a esta civilización moderna están gastadas. En este período de transmutación, no debemos sorprendernos demasiado si el papel de la ciencia y la misión del sabio experimentan cambios profundos. Una visión que arranca de un pasado lejano nos permitiría alumbrar el porvenir. O, precisando más, puede refrescarnos la vista para buscar un nuevo punto de partida.
Un día de 1622, los parisienses vieron en sus paredes unos carteles concebidos en estos términos:«Nosotros, delegados del colegio principal de los Hermanos de la Rosacruz, hemos venido visible e invisiblemente a esta ciudad, por la gracia del Altísimo al que se vuelven los corazones de los Justos, a fin de librar a los hombres, nuestros semejantes, de error mortal». Muchos consideraron que se trataba de una broma; pero, como nos recuerda el historiador Serge Hutin: «Se atribuía a los Hermanos de la Rosacruz la posesión de los secretos siguientes: la transmutación de los metales, la prolongación de la vida, el conocimiento de lo que ocurre en lugares alejados, la aplicación de la ciencia oculta al descubrimiento de los objetos más escondidos». Si suprimimos el término «oculto» nos encontraremos con las facultades que posee, o tiende a poseer, la ciencia moderna. Según la leyenda forjada con mucha anterioridad a aquella época, la sociedad de los Rosacruz pretendía que el poder del hombre sobre la Naturaleza y sobre sí mismo llegaría a ser infinito, que la inmortalidad y el control de todas las fuerzas naturales estaban a su alcance y que todo lo que pasa en el Universo puede serle conocido.
Nada absurdo hay en ello, ya que los progresos de la ciencia han confirmado en parte aquellos sueños. De modo que la llamada de 1622, traducida al lenguaje moderno, podría fijarse en los muros de París o publicarse en los diarios si los sabios se reuniesen en congreso para informar a los hombres de los peligros que corren y de la necesidad de orientar sus actividades según nuevas perspectivas sociales y morales. Cierta declaración de Einstein, cierto discurso de Oppenheimer, cierto editorial del Boletín de los atomistas americanos, suenan igual que el manifiesto de los Rosacruz. En ocasión de la conferencia sobre los radioisótopos celebrada en París, en 1957, el escritor soviético Vladimir Orlof escribió: «Todos los alquimistas de hoy deben recordar los estatutos de sus predecesores de la Edad Media, estatutos conservados en una biblioteca de París y que proclaman que sólo pueden consagrarse a la alquimia los hombres de corazón puro y elevadas intenciones». La idea de una sociedad internacional y secreta de hombres intelectualmente muy avanzados, transformados espiritualmente por la intensidad de su saber, deseosos de defender sus descubrimientos científicos contra los poderes organizados, contra la curiosidad y la codicia de otros hombres —reservando para el momento oportuno la utilización de sus descubrimientos, o enterrándolos por varios años, o poniendo sólo una pequeña parte en circulación—, esta idea es a la vez muy antigua y ultramoderna.
Era inconcebible en el siglo XIX o hace sólo cincuenta años. Hoy es concebible. En cierto modo, tal sociedad existe en este momento. Ciertos huéspedes de Princeton pueden haberlo advertido. Si nada prueba que la sociedad secreta Rosacruz existió en el siglo XVII, todo nos invita a pensar que una sociedad de esta naturaleza se está formando hoy en día y que se inscribe lógicamente en el futuro. Pero hay que explicar la noción de la sociedad secreta. Volvamos a la Sociedad Rosacruz. «Constituyen, pues —nos dice el historiador Serge Hutin—, la colectividad de los seres llegados a un estado superior a la Humanidad corriente, poseedores por ello de los mismos caracteres interiores que les permitan reconocerse entre ellos». Esta definición tiene la ventaja de eludir el concepto ocultista. Y es que tenemos una idea clara del «estado superior», una idea científica. Nos hallamos en un grado de investigación desde el cual vemos la posibilidad de mutaciones artificiales para el mejoramiento de los seres vivos, e incluso del hombre. «La radiactividad puede crear monstruos, pero también nos dará genios», declara un biólogo inglés. El último objetivo de la investigación alquimista, que es la transmutación del propio operador, es acaso el último objetivo de la investigación científica actual. Pero, en cierta medida, esto se ha producido ya en algunos sabios contemporáneos.
Los estudios avanzados de psicología parecen demostrar la existencia de un estado diferente del sueño y de la vigilia, un estado de consciencia superior en que el hombre estaría en posesión de potencialidades enormes. A la psicología de las profundidades, que debemos al psicoanálisis, añadimos hoy una psicología de las alturas que nos sitúa en el camino de una posible super-intelectualidad. El genio será sólo una de las etapas del camino que puede recorrer el hombre dentro de sí mismo para alcanzar el uso de la totalidad de sus facultades. En una vida intelectual normal, no utilizamos ni la décima parte de nuestras posibilidades de atención, de penetración, de memoria, de intuición o de coordinación. Podría ser que estuviésemos a punto de descubrir, o de redescubrir, las llaves que nos permitan abrir, en nosotros, puertas detrás de las cuales nos espera una multitud de conocimientos. La idea de una mutación próxima de la Humanidad, en este plano, no revela un sueño ocultista, sino una realidad. Sin duda existen ya mutantes entre nosotros, o, en todo caso, hombres que han dado ya algunos pasos por el camino que un día tal vez emprenderemos todos.
La leyenda de los Rosacruz sirvió de soporte a una realidad: la sociedad secreta permanente de los hombres iluminados. Una conspiración a la luz del día. La sociedad de los Rosacruz se habría formado al buscar hombres llegados a un estado de conciencia elevado, similares a ellos en conocimientos, con quienes poder dialogar. Es el caso de Einstein, comprendido sólo por cinco o seis hombres en todo el mundo, o de algunos centenares de físicos y matemáticos. Para los Rosacruz no hay más estudio que el de la Naturaleza. Pero este estudio no puede realmente ilustrar más que a espíritus de un calibre diferente a los ordinarios. Aplicando un espíritu más elevado al estudio de la Naturaleza, se llega a la totalidad de los conocimientos y a la sabiduría. Esta idea nueva, dinámica, sedujo a Descartes y a Newton. Más de una vez se ha citado a los Rosacruz al respecto. ¿Quiere esto decir que estaban afiliados a ella? Nos imaginamos contactos entre espíritus equivalentes, utilizando un lenguaje común inaccesible a los demás hombres.
Si algunos conocimientos profundos sobre la materia y la energía, sobre las leyes que rigen el Universo, fueron elaborados por civilizaciones hoy desaparecidas, y si algunos fragmentos de estos conocimientos han sido conservados a través de las edades, sólo pudieran serlo por espíritus superiores y en un lenguaje forzosamente incomprensible para el común de los humanos. Pero aun prescindiendo de esta hipótesis, podemos, no obstante, imaginar, en el curso de los tiempos, una sucesión de espíritus selectos que se comunicaban entre ellos. Tales espíritus saben que no tiene ningún interés hacer alarde de su poderío. Si Cristóbal Colón hubiese sido un espíritu de este tipo, habría mantenido en secreto su descubrimiento. Obligados a una especie de clandestinidad, estos hombres sólo pueden establecer contactos con sus iguales. Basta pensar en las conversaciones de los médicos alrededor de una cama de hospital, conversaciones mantenidas en voz alta y de las que nada llega al conocimiento del enfermo, para comprender lo que queremos decir, sin tener que utilizar el concepto de ocultismo o de iniciación.
Si tienen un lenguaje particular, es que las nociones generales que este lenguaje expresa son inaccesibles al espíritu humano ordinario. En este sentido y sólo en él, aceptamos la idea de sociedades secretas. Las otras sociedades secretas, las que se ven, y que son innumerables, no son más que imitaciones, juegos de niños que copian a los adultos. Mientras los hombres alimenten el sueño de obtener algo por nada, dinero sin trabajar, conocimientos sin estudio, poder sin conocimientos, virtud sin ascetismo, florecerán las sociedades presuntamente secretas y de iniciación, con sus jerarquías de imitación y sus fórmulas que remedan el lenguaje secreto, es decir, técnico. Hemos elegido el ejemplo de los Rosacruz de 1622, porque el verdadero Rosacruz, según la tradición, no se hacía con misteriosas iniciaciones, sino con el estudio profundo y coherente del “Líber Mundi”, el libro del mundo y de la Naturaleza. La tradición de la Rosacruz es, pues, idéntica a la de la ciencia contemporánea. Hoy empezamos a comprender que un estudio profundo y coherente de este libro de la Naturaleza requiere algo más que espíritu de observación, que lo que llamábamos últimamente espíritu científico, e incluso algo más que lo que llamamos inteligencia. Es preciso que el espíritu se eleve sobre sí mismo, que la inteligencia se trascienda. Lo humano, lo demasiado humano, no es bastante.
Los Rosacruz de 1622 hacían en París una «estancia invisible». Lo más chocante es que, en un clima de espionaje, los grandes investigadores logren comunicarse entre ellos cortando las pistas que podrían conducir a los Gobiernos hasta sus trabajos. Diez sabios podrían discutir en alta voz la suerte del mundo, en presencia de los líderes políticos mundiales, sin que estos políticos comprendiesen una sola palabra. Una sociedad internacional de investigadores que no interviniese en los asuntos de los hombres tendría todas las probabilidades de pasar inadvertida como pasaría inadvertida una sociedad que limitase su intervención a casos muy particulares. Incluso los aparatos de galena, tan sencillos, habrían podido servir a los «iniciados». De igual manera, los investigadores modernos sobre los medios parapsicológicos quizá han logrado aplicaciones de telecomunicación. El ingeniero americano Víctor Enderby ha escrito recientemente que, si bien se habían obtenido resultados en este terreno, los mismos habían sido guardados secretos, por libre voluntad de los inventores. Pero sigue chocándonos que la tradición de la Rosacruz aluda a aparatos o máquinas que la ciencia oficial de la época no pudo fabricar: lámparas perpetuas, registradores de sonidos y de imágenes, etcétera.
La leyenda describe los aparatos encontrados en la tumba de Christian Rosenkreutz, que hubiesen podido ser de 1958, pero no de 1622. Todo lo cual tiende, en la doctrina Rosacruz, al dominio del Universo por la ciencia y la técnica, en lugar de por la iniciación y la mística. De igual manera, podemos concebir en nuestra época una sociedad que mantenga una tecnología secreta. Las persecuciones políticas, las presiones sociales, el desarrollo del sentido moral y de la conciencia de una tremenda responsabilidad, obligarán cada vez más a los sabios a entrar en la clandestinidad. Ahora bien, esta clandestinidad no frenará la búsqueda. Sería absurdo pensar que los cohetes y las grandes máquinas rompedoras de átomos han de ser en adelante los únicos instrumentos del investigador. Los verdaderos grandes descubrimientos se han hecho siempre con medios sencillos. Es posible que existan en el mundo, en este momento, ciertos lugares en que la densidad intelectual sea particularmente grande y en que se afirme esta nueva clandestinidad.
Entramos en una época que recuerda mucho los comienzos del siglo XVII, y tal vez se prepara un nuevo manifiesto de 1622. Tal vez ha aparecido ya. Pero nosotros no nos hemos dado cuenta. Lo que nos aleja de estas ideas es que los tiempos antiguos se expresan mediante fórmulas religiosas. Por ello, les prestamos sólo una atención literaria o «espiritual». Lo que nos choca, en fin, es la afirmación reiterada de la Rosacruz y de los alquimistas, según la cual el último fin de la ciencia de las transmutaciones es la transmutación del propio espíritu. No se trata de magia, ni de recompensa bajada del cielo, sino de un descubrimiento de las realidades que obligue al espíritu del observador a situarse de otra manera. Si pensamos en la evolución, extraordinariamente rápida, del estado de espíritu de los más grandes atomistas, empezamos a comprender lo que querían decir los Rosacruz. Estamos en una época en que la ciencia, en su punto extremo, alcanza el universo espiritual y transforma el espíritu del propio observador, lo sitúa a un nivel distinto del de la inteligencia científica, que ha llegado a ser insuficiente. Lo que les ocurre a nuestros atomistas puede compararse a la experiencia descrita por los textos de alquimia y por la tradición de la Rosacruz.
El lenguaje espiritual no precede al lenguaje científico; es más bien el logro de este último. Lo que pasa en nuestro presente, ha podido pasar en tiempos antiguos, en otro plano de conocimiento, de suerte que la leyenda Rosacruz y la realidad de nuestros días se iluminan mutuamente. Hay que mirar las cosas antiguas con ojos nuevos, ya que esto ayuda a comprender el futuro. No estamos ya en los tiempos en que el progreso se identifica exclusivamente con el avance científico y técnico. Aparece otro factor, el que se encuentra en los Superiores Desconocidos de los siglos pasados cuando muestran la observación del “Líber Mundi” como desembocando en «otra cosa». Un físico eminente, Heisenberg, declara: «El espacio en el cual se desenvuelve el ser espiritual del hombre tiene dimensiones distintas de aquellas en que se desplegó durante los últimos siglos». Wells murió desengañado. Su poderoso espíritu había vivido de la fe en el progreso. Ahora bien, Wells, en el crepúsculo de su vida, veía que el progreso tomaba aspectos espantosos. Ya no le merecía confianza. La ciencia corría el riesgo de destruir el mundo; acababan de inventarse los mayores medios de destrucción. «El hombre —dice el viejo Wells, desesperado, en 1946— ha llegado al término de sus posibilidades» En este momento, el anciano que había sido genio de la anticipación dejó de ser contemporáneo del futuro.
Empezamos a vislumbrar que el hombre no ha llegado más que al término de una de sus posibilidades. Aparecen otras posibilidades. Se abren otros caminos, que el flujo y el reflujo del océano de las edades cubre y descubre alternativamente. Wolfgang Pauli, matemático y físico mundialmente conocido, hacía antaño profesión de una estrecha fe científica, según la mejor tradición del siglo XIX. En 1932, durante el Congreso de Copenhague, gracias a su escepticismo y a su voluntad de poder, adoptaba la apariencia del Mefistófeles de Fausto. En 1955, su espíritu penetrante había extendido con tal amplitud sus perspectivas que se convertía en un pintor elocuente de un camino de salvación interior largo tiempo desdeñado. Esta evolución es típica. Es la evolución de la mayoría de los grandes atomistas. No es el retorno al moralismo ni a la vaga religiosidad. Se trata, por el contrario, de un progreso en el espíritu de observación; de una reflexión nueva sobre la naturaleza del conocimiento. «Frente a la división de las actividades del espíritu humano en terrenos distintos, rigurosamente mantenida desde el siglo XVII —dice Wolfgang Pauli—, me imagino una finalidad que sería la dominación de cosas opuestas, una síntesis que abarcase la inteligencia racional y la experiencia mística de la unidad. Esta finalidad es la única que está de acuerdo con el mito, expresado o no, de nuestra época».
Hubo, en la segunda mitad del siglo XIX, en el umbral de los tiempos modernos, una pléyade de pensadores reaccionarios. Veían un engaño en la mística del progreso social; una carrera al abismo en el progreso científico y técnico. Es el caso de Philippe Lavistine, nueva encarnación del héroe de “La obra maestra desconocida” de Balzac, y discípulo de Gurdjieff. En aquella época en que leía a René Guénon, maestro del anti-progresismo, y frecuentaba a Lanza del Vasto, filósofo, poeta, artista y activista de la no violencia, que venía de la India, no estaba lejos de coincidir con las razones de estos pensadores contra la corriente vigente. Era muy poco después de la guerra. Einstein acababa de enviar su famoso telegrama: «Nuestro mundo se enfrenta con una crisis todavía inadvertida por aquellos que poseen el poder de tomar grandes decisiones para bien o para mal. La potencia desencadenada del átomo lo ha cambiado todo, salvo nuestros hábitos de pensar, y nos dirigimos hacia una catástrofe sin precedentes. Nosotros, los científicos que hemos liberado esta inmensa potencia, tenemos la aplastante responsabilidad, en esta lucha mundial de vida o muerte, de dominar el átomo en beneficio de la Humanidad, y no para su destrucción. La federación de sabios americanos se une a mí en esta llamada. Os rogamos que apoyéis nuestros esfuerzos para hacer comprender a América que el destino del género humano se decide hoy, ahora, en este minuto. Necesitamos inmediatamente doscientos mil dólares para una campaña nacional destinada a hacer ver a los hombres que es esencial un nuevo modo de pensar, si la Humanidad quiere sobrevivir y alcanzar niveles más altos. Esta llamada es fruto de una larga meditación sobre la inmensa crisis con que nos enfrentamos. Os pido con urgencia un cheque inmediato, dirigido a mí, como presidente del Comité de la Desesperación de los Sabios del Átomo, Princeton, Nueva Jersey. Reclamamos vuestra ayuda en este instante fatal, como señal de que nosotros, los hombres de ciencia, no estamos solos».
Esta catástrofe se había previsto hace mucho tiempo. Dios había ofrecido al hombre el obstáculo de la materia, y, como decía Blanc de Saint Bonnet, «el hombre es el hijo del obstáculo». Pero los modernos desligados de los principios, quisieron hacer desaparecer los obstáculos. La materia, que obstaculizaba, ha sido vencida. Está libre el camino hacia la nada. Hace dos mil años, Orígenes escribía formidablemente que «la materia es el absorbente de la iniquidad». De hoy en adelante, la iniquidad ya no es absorbida, sino que se extiende en olas destructoras. Este Comité de la Desesperación no logrará absorberla. Los antiguos eran sin duda tan malos como nosotros, pero lo sabían. Este conocimiento hacía que se colocaran barreras. Una bula del Papa condena el empleo del trípode destinado a robustecer el arco: esta máquina, sumada a los medios naturales del arquero, haría inhumano el combate. La bula es observada durante doscientos años. Rolando, en Roncesvalles, derribado por las hondas sarracenas, exclama: «¡Maldito sea el cobarde que inventó armas capaces de matar a distancia!» En tiempos más próximos, en 1775, un ingeniero francés, Du Perron, presentó al joven Luis XVI un «órgano militar» que, accionado por una manivela, disparaba simultáneamente veinticuatro balas. Una memoria acompañaba al instrumento, embrión de las ametralladoras modernas. La máquina pareció tan mortífera al rey y a sus ministros, Malesherbes y Turgot, que fue rechazada y su inventor considerado como enemigo de la Humanidad.
A fuerza de querer emanciparlo todo, hemos emancipado también la guerra. Antaño ocasión de sacrificio y de salvación para algunos, se ha convertido en condenación de todos. Los profetas del Apocalipsis, que clamaban en el desierto, se llamaban Blanc de Saint Bonnet, Émile Montagut, Albert Sorel, etc. Aldous Huxley y Albert Camus escribieron un folleto titulado “El tiempo de los asesinos”. La Prensa americana se hizo eco de este libelo en que sabios, militares y políticos eran fuertemente maltratados y donde se deseaba un proceso de Nuremberg para todos los técnicos de la destrucción. Hoy las cosas son menos sencillas y hay que mirar con otros ojos y desde más alto la historia irreversible. Sin embargo, en 1946 —inquietante posguerra—, esta corriente de ideas trazaba una estela fulgurante en el océano de angustia en que se hallaban sumidos los intelectuales que no querían ser «víctimas ni verdugos». Y es cierto que, después del telegrama de Einstein, las cosas han empeorado. «Lo que hay en la cartera de los sabios es espantoso», dice Kruschef. Jefe del Gobierno de la URSS, en 1960. Pero los espíritus se han cansado, y, después de muchas solemnes e inútiles protestas, se han vuelto hacia otros temas de reflexión, esperando, como el condenado a muerte en su celda, que se conceda o se deniegue el indulto. Sin embargo, en todas las conciencias existe desde ahora un fondo de rebelión contra la ciencia capaz de aniquilar el mundo, una duda sobre el valor salvador del progreso técnico. «Acabarán por volarlo todo».
Después de las furiosas críticas de Aldous Huxley en sus obras “Contrapunto” y “Un mundo feliz”, se hundió el optimismo científico. En 1951, el químico americano Anthony Standen publicaba un libro titulado “La ciencia es una vaca sagrada”, donde protestaba contra la admiración fetichista por la ciencia. En octubre de 1953, un célebre profesor de Derecho de Atenas, O. J. Despotopoulos, dirigía a la UNESCO un manifiesto pidiendo que se interrumpiera el desarrollo científico, o mejor, que se guardara en secreto. La investigación, proponía, debería confiarse en adelante a un consejo de sabios mundialmente elegido y que, por ello, sería dueño de guardar silencio. Esta idea, por utópica que sea, no carece de interés. Apunta una posibilidad del porvenir e incide en uno de los grandes temas de las pasadas civilizaciones. En una carta de 0. J. Despotopoulos, en 1955, precisaba su idea: «La ciencia de la Naturaleza es ciertamente una de las hazañas más dignas de la historia humana. Pero, a partir del momento en que se desencadenan fuerzas capaces de destruir la Humanidad entera, deja de ser lo que era desde el punto de vista moral. La distinción entre la ciencia pura y sus aplicaciones técnicas se ha hecho prácticamente imposible. No podríamos, pues, hablar de la ciencia como de un valor en sí. O mejor, enciertos sectores, los más importantes, constituye ahora un valor negativo, en la medida en que escapa al control de la conciencia para extender sus peligros según el grado de voluntad de poder de los responsables políticos. La idolatría del progreso y de la libertad en materia de investigación científica es totalmente perniciosa. Nuestra proposición es ésta: codificación de las conquistas de la ciencia de la Naturaleza realizadas hasta ahora y prohibición total o parcial de su progreso futuro por un consejo supremo mundial de sabios. Ciertamente, tal medida es trágicamente cruel, ya que su objeto apunta a uno de los más nobles impulsos de la Humanidad, y nadie puede subestimar las dificultades inherentes a dicha medida. Pero no existe otra que sea lo bastante eficaz. Las objeciones fáciles; retorno a la Edad Media, a la barbarie, etc., no contienen ningún argumento serio. No se trata de hacer retroceder a la inteligencia, sino de defenderla. No se trata de restricciones en beneficio de una clase social, sino de salvaguardia de toda la Humanidad. Éste es el problema. Todo lo demás no es más que división y dispersión de la actividad enfrentándola con subproblemas».
Estas ideas recibieron favorable acogida en la Prensa inglesa y alemana y fueron extensamente comentadas en el Boletín de los sabios atomistas de Londres. No se alejan mucho de ciertas proposiciones formuladas en las conferencias mundiales consagradas al desarme. No es pecado creer que, en otras civilizaciones, se haya producido, no una ausencia de ciencia, sino un secreto impuesto a la ciencia. Tal parece ser el origen de la maravillosa leyenda de los Nueve Desconocidos. La tradición de los Nueve Desconocidos se remonta al emperador Asoka, que reinó en la India a partir del año 273 a.C. Era nieto de Chandragupta, primer unificador de la India. Ambicioso como su antepasado, cuya labor quiso completar, emprendió la conquista del país de Kalinga, que se extendía desde la actual Calcuta a Madras. Los kalingueses resistieron y perdieron cien mil hombres en la batalla. La vista de esta multitud sacrificada trastornó a Asoka. Desde entonces, le tomó horror a la guerra. Renunció a proseguir la integración de los países insurrectos, declarando que la verdadera conquista consiste en ganar el corazón de los hombres por la ley del deber y la piedad, pues la Majestad Sagrada desea que todos los seres animados disfruten de seguridad, de la libre disposición de sí mismos, de la paz y de la felicidad.
Convertido al budismo, Asoka, con el ejemplo de sus propias virtudes, propagó esta religión por toda la India y por todo su imperio, que se extendía hasta Malasia, Ceilán e Indonesia. Después, el budismo conquistó Nepal, el Tibet, la China y Mongolia. Asoka respetaba, empero, todas las sectas religiosas. Predicó el vegetarianismo y proscribió el alcohol y los sacrificios de animales. H. G. Wells, en su historia del mundo abreviada, escribe: «Entre las decenas de millares de nombres de monarcas que se apretujan en las columnas de la Historia, el nombre de Asoka brilla casi solo, como una estrella». Se dice que, conocedor de los horrores de la guerra, el emperador Asoka quiso prohibir para siempre a los hombres el mal uso de la inteligencia. Bajo su reinado, entra en el secreto la ciencia de la Naturaleza, pasada y por venir. Las investigaciones, desde la estructura de la materia a las técnicas de la psicología colectiva, se disimularán en adelante, y durante veintidós siglos, detrás del rostro místico de un pueblo al que el mundo considera dedicado sólo al éxtasis y a lo sobrenatural, Asoka funda la más poderosa sociedad secreta de la Tierra: la de los Nueve Desconocidos.
Se dice aún que los grandes responsables del destino moderno de la India, y sabios como Bose y Ram, creen en la existencia de los Nueve Desconocidos, e incluso reciben de ellos consejos y mensajes. La imaginación entrevé la fuerza de los secretos que pueden detentar nueve hombres que se lucran directamente de las experiencias, de los trabajos, de los documentos acumulados durante más de diez decenas de siglos. ¿Cuáles son los fines de estos hombres? No dejar que caigan en manos profanas los medios de destrucción. Proseguir las investigaciones beneficiosas para la Humanidad. Estos hombres se cree que se renuevan para guardar los secretos técnicos venidos de un remoto pasado. Las manifestaciones exteriores de los Nueve Desconocidos son raras. Una de ellas tiene relación con el prodigioso destino de uno de los hombres más misteriosos de Occidente: el Papa Silvestre II, conocido también por el nombre de Gerbert d’Aurillac. Nacido en Auvernia, el año 920, y muerto en 1003, Gerbert fue monje benedictino, profesor de la Universidad de Reims y arzobispo de Rávena por la gracia del emperador Otón III. Se dice que estuvo en España y que un misterioso viaje lo llevó a la India, de donde sacó diversos conocimientos que llenaron de estupefacción a los que le rodeaban. Así fue como poseyó en su palacio una cabeza de bronce que respondía «sí» o «no» a las preguntas que le hacían sobre la política y la situación general de la cristiandad.
Según Silvestre II el procedimiento era muy sencillo y correspondía al cálculo con dos cifras. Se trataría de un autómata análogo a nuestras modernas máquinas binarias. La cabeza «mágica» fue destruida a la muerte del Papa, y los conocimientos registrados por ésta, cuidadosamente disimulados. Sin duda la biblioteca del Vaticano reservaría algunas sorpresas al investigador autorizado. En el número de octubre de 1954 de “Computers and Automation”, revista de cibernética, podemos leer: «Hay que suponer que era un hombre de saber extraordinario, de un ingenio y una habilidad mecánica sorprendentes. Esta cabeza parlante debió de ser modelada bajo cierta conjunción de las estrellas que se sitúa exactamente en el momento en que todos los planetas van a comenzar su curso». No era cuestión de pasado, de presente ni de futuro, pues este invento, aparentemente, superaba con mucho el alcance de su rival: el perverso espejo en la pared de la reina, precursor de nuestros cerebros mecánicos modernos. Se dijo, naturalmente, que Gilbert fue sólo capaz de producir esta máquina porque estaba en tratos con el diablo y le había jurado eterna fidelidad. ¿Estuvieron otros europeos en relación con la sociedad de los Nueve Desconocidos? Hay que esperar al siglo XIX para que resurja este misterio, al través de los libros del escritor francés Louis Jacolliot.
Jacolliot fue cónsul de Francia en Calcuta bajo el Segundo Imperio. Escribió una obra de anticipación considerable, comparable, si no superior, a la de Julio Verne. Ha dejado además varios libros consagrados a los grandes secretos de la Humanidad. Esta obra extraordinaria ha sido saqueada por la mayoría de los ocultistas, profetas y taumaturgos. Completamente olvidada en Francia, es célebre, en cambio, en Rusia. Jacolliot se muestra positivo: la sociedad de los Nueve Desconocidos es una realidad. Y lo más extraordinario es que cita, a este respecto, técnicas que eran del todo inconcebibles en 1860, como, por ejemplo, la liberación de la energía, la esterilización por radiaciones y también la guerra psicológica. Yersin, uno de los más próximos colaboradores de Pasteur y de Roux, pudo haber tenido acceso a secretos biológicos a raíz de un viaje a Madras, en 1890, y puesto a punto, gracias a las indicaciones que recibieron, el suero contra la peste y el cólera. La primera vulgarización de la historia de los Nueve Desconocidos se produjo en 1927, con la publicación del libro de Talbot Mundy que perteneció, durante veinticinco años, a la Policía inglesa en la India. El libro está a medio camino entre la novela y la investigación. Según él, los Nueve Desconocidos emplearían un lenguaje sintético. Cada uno de ellos estaría en posesión de un libro constantemente escrito de nuevo y que contendría la exposición detallada de una ciencia.
El primero de estos libros estaría consagrado a las técnicas de propaganda y de guerra psicológica. «De todas las ciencias —dice Mundy— la más peligrosa sería la del control del pensamiento de las multitudes, pues ella permitiría gobernar el mundo entero». Hay que observar que la obra “Semántica general·, de Korjibski, sólo data de 1937, y que hay que esperar la experiencia de la última guerra mundial para que empiecen a cristalizar en Occidente las técnicas de psicología del lenguaje, es decir, de propaganda. El primer colegio de semántica americano no ha sido creado hasta 1950. En Francia, se conoce “Le Viol des Foules”, de Serge Chokotin, cuya influencia ha sido importante en los medios intelectuales, aunque no haga más que rozar la cuestión. El segundo libro estaría consagrado a la fisiología. Como cosa más importante, explicaría el medio de matar a un hombre con sólo tocarle, produciéndose la muerte por inversión del influjo nervioso. Se dice que el judo pudo nacer de esta obra. El tercero estudiaría la microbiología, y especialmente los coloides de protección. El cuarto trataría de la transmutación de los metales. Según una leyenda, en tiempos de penuria, las organizaciones religiosas de caridad reciben, de fuente secreta, grandes cantidades de un oro muy fino. El quinto comprendería el estudio de todos los medios de comunicación, terrestres y extraterrestres. El sexto contendría los secretos de la gravitación. El séptimo sería la más vasta cosmogonía concebida por nuestra Humanidad. El octavo trataría de la luz. El noveno estaría consagrado a la sociología, formularía las reglas de la evolución de las sociedades y permitiría prever su caída.
Con la leyenda de los Nueve Desconocidos, se relaciona el misterio de las aguas del Ganges. Multitudes de peregrinos, portadores de las más espantosas y diversas enfermedades, se bañan sin ningún peligro para los que están sanos. Las aguas sagradas lo purifican todo. Se ha querido atribuir esta extraña propiedad del río a la formación de bacteriófagos. Pero, ¿por qué no se forman también en el Brahmaputra, en el Amazonas o en el Sena? La hipótesis de una esterilización por radiaciones aparece en la obra de Jacolliot, cien años antes de que se sepa que tal fenómeno es posible. Estas radiaciones, según Jacolliot, provendrían de un templo secreto excavado bajo el lecho del Ganges. Al margen de las agitaciones religiosas, sociales y políticas, resueltas y perfectamente disimuladas, los Nueve Desconocidos encarnan la imagen de la ciencia con conciencia. Dueña de los destinos de la Humanidad, pero absteniéndose de emplear su propio poderío, esta sociedad secreta constituye el más bello homenaje de la libertad en las alturas. Vigilantes en el seno de su gloría oculta, estos nueve hombres contemplan cómo se hacen, deshacen y rehacen las civilizaciones, menos indiferentes que tolerantes, prestos a ayudar, pero siempre en este orden del silencio que es la medida de la grandeza humana. ¿Mito o realidad? Mito soberbio, en todo caso, surgido de lo más hondo de los tiempos… y resaca del futuro.
[…] Posted on 8 noviembre, 2015 por grimorioarte https://oldcivilizations.wordpress.com/2011/08/26/el-esoterismo-del-saber-y-del-poder/ […]
Me gustaMe gusta
Pingback por Alquimistas : El clan secreto de la Edad Media | El Grimorio Oscuro | noviembre 8, 2015 |